miércoles, 16 de diciembre de 2015

Para tener la felicidad (cinco siglos atrás)

En un curso de Historia Moderna que llevé en mis primeros años de universidad nos pidieron escoger dos libros de una pequeña lista para un control de lectura. Yo escogí El Príncipe, de Nicolás Maquiavelo, y Elogio de la Locura, de Erasmo de Rotterdam. Al ser obras escritas en el siglo XVI, esperaba una lectura tediosa e incomprensible. Pero no fue así. De hecho, ambos libros me parecieron tener perfecto sentido y sus tesis no han perdido vigencia, como si no hubiesen sido formuladas hace quinientos años sino ayer. Obviamente, no hay que tomar las palabras de Maquiavelo y Rotterdam al pie de la letra, si no terminaríamos justificando lo injustificable (dicen por ahí que, cuando capturaron a Montesinos, encontraron un ejemplar de El Príncipe subrayado y anotado, como una Biblia para un creyente fanático), pero sí me gustaron mucho, en especial Elogio de la Locura. Por eso, como siempre, escogí un pasaje de esta obra para que veas, querido lector imaginario, de qué te estoy hablando.

[Para tener la felicidad, basta creer que se tiene]
Pero el engañarse —se dirá— es deplorable. A lo que yo contestaría que lo verdaderamente digno de compasión es no engañarse nunca. Están en un error, ¿qué duda cabe?, los que suponen que la dicha humana se halla en las cosas mismas y no en el concepto que de ellas se ha formado, porque es tal su oscuridad y su variedad, que a nadie le sería posible discernirlas, como acertadamente dijeron los académicos, que son los menos inaguantables de todos los filósofos; pero, aun dando por supuesto que se pudiera conseguir diferenciarlas, es casi seguro que fuera con perjuicio de la alegría de la vida, pues el espíritu humano está hecho de tal suerte, que le es más accesible la ficción que la verdad. Si alguien desea una prueba palpable y evidente de este aserto, no tiene más que ir a una iglesia cuando haya sermón, y allí verá que, si se habla de algo trascendental y serio, la gente bosteza, se aburre y acaba por dormirse; pero, si el arador (me he equivocado, quise decir el orador) comienza, como es frecuente, a contar algún cuento de viejas, todos despiertan, atienden y abren un palmo de boca. Del propio modo, si se celebra la fiesta de un santo fabuloso o poético (y, si queréis ejemplos, ahí tenéis a San Jorge, a San Cristóbal y a Santa Bárbara), observaréis que se los venera con mucha mayor devoción que a San Pedro, a San Pablo y que al mismo Jesucristo.
Mas dejando tal materia, que no es del momento, ¡cuánto menos cuesta llegar a una felicidad de esta clase, tanto en el caso de que el conocimiento de las cosas en sí proporcione positivo beneficio, como en el caso de que la utilidad sea insignificante, cual puede serlo, verbi gratia, la que reporta el estudio de la Gramática! El hombre adopta con mayor facilidad aquellas ideas que con más holgura conducen a la dicha, y, si no, decidme: si alguno comiera un pescado tan podrido que ni el olor pudiera aguantar otra persona, y a él, sin embargo, le supiese a gloria, ¿qué le importaba para considerarse feliz? Por el contrario, si a uno le diese náuseas el salmón, ¿de qué serviría este bocado para su contento? Si alguien tuviera una mujer muy fea y se hallase, no obstante, persuadido de que podría sufrir el parangón con la misma Venus, ¿no sería idéntico para el caso que si en realidad fuera hermosa? Si el poseedor de una tabla, malamente embadurnada de ocre y bermellón, la admirase, convencido de que era debida al pincel de Apeles o al de Zeuxis, ¿no estaría tan ufano como el que por elevado precio comprase un cuadro de un reputado pintor, y aun es probable que el júbilo de este no igualase al del primero? Yo conocí a cierto sujeto de mi mismo nombre, que de recién casado regaló a su esposa unas joyas falsas, haciéndole creer (pues fue famoso trapacero) no solo que eran buenas y naturales, sino también rarísimas y de valor inestimable; y yo pregunto: ¿qué le importaba a aquellas mujer el engaño, si los trozos de vidrio no por serlo recreaban menos su vista ni su ánimo, y, además, los guardaba cuidadosamente cual si en ellos hubiese tenido algún riquísimo tesoro? En tanto, el marido habíase ahorrado el gasto y se divertía con la ilusión de su mujer, que no se le mostraba menos agradecida que si le hubiese hecho un regalo muy costoso.
No vayáis a suponer que los que en la caverna de Platón se deleitaban con las diferentes sombras e imágenes de las cosas deseaban absolutamente nada más, ni que tales espectros les producían menor satisfacción que la que a aquel sabio que salió de la cueva le produjo la contemplación de las cosas mismas; y, si al Micilo de que nos habla Luciano le hubiera sido posible soñar perpetuamente aquel áureo sueño de riquezas, no habría tenido motivo alguno para anhelar otra dicha.
Por tanto, o no hay  diferencia entre estultos y sabios, o, si la hay, es a favor de aquellos; primero, porque su felicidad cuesta menos, ya que, para tenerla, basta creer que se tiene; y, segundo, porque la comparten con muchas más personas, y es sabido que no hay goce verdadero como no sea en compañía.

sábado, 14 de noviembre de 2015

La culpa de Levi

En el tercer capítulo de The Drowned and the Saved, Primo Levi, sobreviviente italiano de los campos de concentración nazi, escribió:
I believe that it is precisely due to this turning to look back at the 'perilous water' that so many suicides occurred after (sometimes immediately after) the liberation. It was in any case a critical moment which coincided with a flood of rethinking and depression. By contrast, all historians of the Lager —and also of the Soviet camps— agree in pointing out that cases of suicide during imprisonment were rare. Several explanations of this fact have been put forward; for my part I offer three, which are not mutually exclusive.

First of all, suicide is an act of man and not of the animal; it is a meditated act, a non-instinctive, unnatural choice; and in the Lager there were few opportunities to choose —one lived precisely like enslaved animals that sometimes let themselves die but do not kill themselves. Secondly: 'there were other things to think about', as the saying goes. The day was dense: one had to think about satisfying hunger, in some way elude fatigue and cold, avoid the blows; precisely because of the constant imminence of death there was no time to concentrate on the idea of death. Svevo's remark in
The Confessions of the Zeno has the rawness of truth, when he ruthlessly describes his father's agony: 'When one is dying, one is much too busy to think about death. All one's organism is devoted to breathing'. Thirdly, in the majority of cases, suicide is born from a feeling of guilt that no punishment has attenuated; now, the harshness of imprisonment was perceived as punishment, and the feeling of guilt (if there is punishment, there must have been guilt) was relegated to the background only to re-emerge after the liberation: in other words, there was no need to punish oneself by suicide because of a (true or presumed) guilt, one was already expiating it by one's daily suffering.

What guilt? When all was over, the awareness emerged that we had not done anything, or not enough, against the system into which we had been absorbed.


Su confesión es cruda y valiosa, y leerlo es importante no solo para conocer de primera mano el horror del Holocausto, sino también para reflexionar sobre la propia naturaleza humana:
Are you ashamed because your are alive in place of another? And in particular, of a man more generous, more sensitive, wiser, more useful, more worthy of living than you? You cannot exclude this: you examine yourself, you review your memories, hoping to find them all, and that none of them are masked or disguised; no, you find no obvious transgressions, you did not usurp anyone's place, you did not beat anyone (but would you have had the strenght to do so?), you did not accept positions (but none were offered to you...), you did not steal anyone's bread; nevertheless, you cannot exclude it. It is more than a supposition, indeed the shadow of a suspicion; that everyone is his brother's Cain, that everyone of us (but this time I say 'us' in a much vaster, indeed universal sense) has usurped his neighbour's place and lived in his stead. It is a supposition, but it gnaws at us; it has nestled deeply like a woodworm; it is not seen from the outside but it gnaws and rasps.

After my return from imprisonment I was visited by a friend older than myself, mild and intransigent, the cultivator of a personal religion, which, however, always seemed to me severe and serious. He was glad to find me alive and basically unhurt, perhaps matured and fortified, certainly enriched. He told me that my having survived could not be the work of chance, of an accumulation of fortunated circumstances (as I maintained, and still maintain) but rather of Providence. I bore the mark, I was an elect: I, the non-believer, and even less of a believer after the season of Auschwitz, was a person touched by Grace, a saved man. And why just I? It is impossible to know, he answered. Perhaps because I had to write, and by writing bear witness: wasn't I in fact then, in 1946, writing a book about my imprisonment?

Such an opinion seemed monstruos to me. It pained me as when one touches an exposed nerve, and kindled the doubt I spoke of before: I might be alive in the place of another, at the expense of another; I might have usurped, that is, in fact killed.


¿Te suena familiar? A mí sí, y bastante, pero otro día te cuento sobre eso. Lee a Primo Levi, querido lector imaginario, de verdad te lo recomiendo.

miércoles, 14 de octubre de 2015

Non, je ne regrette rien

Edith Piaf fue, por supuesto, una cantante que de todas formas tuve que escuchar cuando empecé a estudiar el francés. La vie en rose me pareció siempre una canción maravillosa y algunas otras también llamaron mi atención. Pero la verdad era que solo disfrutaba sus melodías y su deliciosa pronunciación de erres rasgadas y us muy cerradas. No me consideraba una fan de la cantante, y no solo porque no me gustara la palabra.

De todas formas, cuando me enteré de Piaf, obra dirigida por Joaquín Vargas y con Patricia Barreto como actriz principal, me prometí a mí misma que la iría a ver. Este lunes, por fin, después de que terminara su temporada en la Alianza Francesa y de que casi terminara su temporada en el Centro Cultural PUCP, cumplí con mi promesa. Y qué bueno que lo hice, porque la obra me encantó.


La obra cuenta la vida de Edith Piaf, desde sus inicios como cantante hasta su muerte. Es una obra graciosa, a pesar de lo trágico de su vida, y el mérito solo se lo puedo otorgar a la actriz que la interpreta y a la guía de su director. Me pareció genial, por cierto, que este estuviera presente. No sé si irá a todas las funciones, pero este lunes no solo se sentó en la primera fila sino que, además, al inicio de la obra nos dio la bienvenida y nos pidió que apagásemos nuestro celular. Por supuesto, siempre hay alguien que no hace caso, así que, en determinado momento, cuando todos estábamos metidísimos en la obra, un ringtone —felizmente no demasiado escandaloso— empezó a sonar. Si yo hubiese sido el director hubiera botado a la amable dama que se demoró más de lo debido en silenciar su aparatito, pero, en vez de eso, los actores se congelaron por unos segundos, como quien juega Encantado, y, apenas el silencio volvió a la sala, retomaron su actuación.

Qué horrible, en serio. Felizmente la del celular no fui yo.

Aparte de este pequeño incidente, que por unos segundos mató la magia de la obra, todo fue perfecto. Yo no conocía a la actriz, no sé en qué otras producciones ha participado, pero este papel lo representó maravillosamente, incluso —o, mejor dicho, sobre todo— las canciones de Piaf. La emoción con la que las cantaba, la mirada al vacío y los ojos llenos de lágrimas según el momento en el que cada una tenía lugar fueron perfectos. Imitar a una cantante como Piaf debe ser difícil, dificilísimo, pero las canciones estaban interpretas de tal forma que no cuestionabas que la chica frente a ti, en el escenario, era verdaderamente una Edith Piaf; una Edith Piaf ficcional, claro, pero una Edith Piaf nevertheless.

Hubo una canción en especial que me conmovió muchísimo. Cuando la obra ya iba a acabar, me di cuenta de que había todavía una canción que conocía y que no habían interpretado, una canción muy importante que de todas formas tenía que estar, una canción tan significativa que, obviamente, la habían guardado para el final.


Non, rien de rien. Non, je ne regrette rien. Ni le bien qu'on m'a fait, ni le mal. Tout ca m'est bien egal. Non, rien de rien... No, no me arrepiento de nada. Esta canción me gustaba ya muchísimo antes. Ahora, después de verla interpretada en esta obra, me gusta incluso más. Cuando terminó, el auditorio explotó en aplausos, obviamente. Cuando las cortinas se cerraron y se abrieron de nuevo, todos nos pusimos de pie. Ajá, an standing ovation, y bien merecido. Cuando, después de un rato, los aplausos se hicieron más débiles y las cortinas por fin se empezaron a cerrar, capturé el rostro de la actriz que seguía agradeciendo los aplausos junto a sus colegas: la emoción la embargaba, estaba casi, casi, al borde de las lágrimas. No la culpo. Fue una función espectacular.

Si no llegas a ir a ver la obra, querido lector imaginario, por lo menos escucha la canción de cierre, Non, je ne regrette rien. Escogí una versión con subtítulos, como para que entiendas de qué trata. Creo que te va a gustar.

jueves, 17 de septiembre de 2015

Las pequeñas cosas de la vida: music edition

Mis gustos musicales no son exquisitos y, sin embargo, suelo terminar con un playlist bastante... curioso. Estas últimas semanas, cuatro fueron las canciones que escuché más repetidamente y, como yo sé que tú, querido lector imaginario, aprecias todos mis consejos y recomendaciones, decidí compartirlas contigo:

Número 4: Je vole, interpretada por Louane


Número 3: Defying Gravity, interpretada por Idina Menzel


Número 2: When I'm Gone, interpretada por Anna Kendrick


Número 1: On My Own, interpretada por Samantha Barks


Sí: la primera es de una película, La famille Bélier; la segunda, de un musical, Wicked; la tercera, de una película nuevamente, Pitch Perfect; y la cuarta, de un musical otra vez, Les Misérables. Tal vez por eso me gustaron tanto, porque, además de las letras en sí mismas y la maravillosa interpretación que cada una hace, hay una historia detrás de cada canción que la hace nuestra, que nos convierte en protagonistas y cantantes a la vez. Y, bueno, la de Anna Kendrick es simplemente bonita y súper pegajosa. Mi hermana y yo hasta hemos aprendido el juego de los vasitos para poder cantar la canción: nos sale maravillosa.

sábado, 5 de septiembre de 2015

Alegría, Tristeza y Elsa cantando Let It Go

No recuerdo cuáles son las cinco etapas por las que se supone pasamos después de algún evento chocante o doloroso. Tampoco quiero buscarlas, porque no quiero sugestionarme y empezar a ver patrones donde tal vez no los hay. Pero sí pensé en ellas cuando, hace unos días, de pronto, en vez de sentirme perdida y dolida como me sentía últimamente (y por últimamente quiero decir tanto estas últimas semanas como estos últimos años), empecé a sentir algo completamente diferente: mucha cólera, sí, sí, muchísima cólera, pero una cólera envuelta por una finísima capa de asco.

Sí. Asco. Eso es nuevo. Y si bien decirlo aquí no ayuda mucho, I want to get it out of my system, como dirían los gringos, y esta es una forma de hacerlo. La sensación será pasajera, es lo más probable. Esa cólera asquienta, esa furia rencorosa, pasará y hasta puede que vuelva a sentir lo de antes (no seas curioso, querido lector imaginario, tampoco te daré detalles), pero lo que no puede pasar es el golpe de realidad que trajo consigo, que la vida no es una novela, que nuestros caminos no están tallados en piedra, que si te equivocaste, si te equivocaste ahora, hace días, hace años (hace seis meses y tres años), está bien aceptarlo y dejarlo ir, así de simple. Esa idea no puede pasar. It's okay to move on, dirían los sabios gringos, to move on once and for all.

Más allá de lo que haya podido sentir, querido lector imaginario, me he dado cuenta de que, en mi caso, no sé si también en el de los demás, uno de los impedimentos más grandes para dejar ir a una persona, para dejarla ir en serio, es el miedo a que deje de ser especial, a que todo lo que pudo haber pasado con esa persona adquiera nuevas etiquetas, que cambie de color. Sí, sí, esa es una buena metáfora. Como en una película que vi hace poco, que nuestros recuerdos, es decir nuestra historia, quienes somos, dejen de ser algo bueno, positivo, y se conviertan en un error. Como cuando Alegría deja que Tristeza toque un recuerdo de Riley y este se tiñe de azul.

 

Hermosa imagen, ¿no? No te rías, querido lector imaginario. Disney, a veces, sabe más que tú y yo. Pero, en fin, eso era lo que quería evitar. Quería evitar el te-vieron-la-cara-de-tonta, el al-final-resultó-que-no-eras-especial-y-que-todo-era-florazo, el ya-ves-todos-te-lo-dijeron, pero sobre todo el lo-peor-es-que-todo-es-tu-culpa-porque-no-fuiste-lo-suficientemente-inteligente-y-valiente-para-evitar-que-pasara-todo-lo-que-pasó. There. I said it. Si hasta este punto no captabas de qué trataba esto, querido lector imaginario, más pistas no te puedo dar. Eso era lo que no quería que pasara. Quería, infantilmente, que, a pesar de todo lo feo y malo en esta historia que obviamente no te voy a contar, todo permaneciera como un recuerdo puro, intacto, hermoso, amarillo. Entonces es increíblemente difícil dejar ir. Si fue tan hermoso, ¿cómo puedes dejarlo ir? Sería el peor error que podrías cometer, ¿no? Ahí está el problema. Porque, si tratas de ser un poquito más objetiva y recuerdas la historia completa, te darás cuenta de que fueron muchos más los momentos feos, dolorosos, hasta humillantes, por qué no decirlo, y que esos recuerdos, esa historia, esa parte fundamental de quienes somos ahora, en el fondo es azul, muy azul.

¿Qué quiero decir con todo esto? ¿Que hay que arrepentirnos de todo lo que hemos hecho y odiar nuestro pasado y a las personas en él? No, por supuesto que no. Nosotros somos nuestros recuerdos, nosotros, tú, yo, todos, somos una historia, una sola historia que se escribe día a día, microsegundo a microsegundo. Renegar de lo que hicimos no tiene sentido, es una estupidez. Yo no estoy a favor de arrepentirse de todo. No, no, no. Pero sí hay que reconocer las cosas como lo que son. Y si la cagaste, la cagaste. Punto. Move on. Llora. Explota. Extraña. Llora de nuevo, fuerte, hasta que no tengas aire. And then move on. No arrepentirse no significa laminar el papel en donde la historia estaba escrita y guardarlo en el museo de los momentos más importantes de tu vida. Claro que no. No arrepentirse significa leer ese papel, aceptar que pasó, sentir rencor si tienes que sentirlo, por el tiempo que tengas que sentirlo, y luego darle la vuelta porque la pluma nunca, nunca jamás, eso métetelo en la cabeza, va a dejar de escribir. Y no puedes negarle el papel en blanco.

No sé si todo esto tiene sentido para los demás, querido lector imaginario, pero tú y yo nos entendemos. No quería molestarme, no quería sentir cólera, rencor, asco, pero cómo no hacerlo. La esfera se está tiñendo de azul, ¡azul!, y eso está bien, está perfecto, porque mantenerla amarilla solo iba a hacer que, primero, nunca deje ir a esa persona y, segundo, en algún momento en el futuro, esa esfera reviente y altere mi vida otra vez. Yo no quiero eso. Yo no quiero odiar a nadie, no quiero tenerle rencor a nadie, así que, para eso, voy a permitirme sentir lo que sea que necesite sentir ahora, voy a dejar de forzarme a desearle lo mejor a esa persona y en vez de ello voy a recordar a su madre cada vez que su imagen salte, si siento que así debo hacerlo. Solo así, cuando la llamita se apague y, quién sabe, se haya encendido otra, podré desearle lo mejor en serio en el futuro, desde lo más profundo de mi corazón, como se lo deseo a todos. Solo así, quién sabe, dejaré de recordar a toda su línea genealógica cuando, ya muy raramente, su imagen aparezca, y recuerde en su lugar, con un honesto cariño, esas manchitas amarillas, a veces profundamente amarillas, que brillan escondidas en las esferas azules que habré guardado en algún lugar.

Créditos a Las increíbles aventuras del hombre que NO se hacía dramas.

Es la primera vez que escribo sobre esto; tal vez sea una señal de que las cosas en realidad están cambiando, de que estoy perdiendo el miedo, de que estoy desacralizando la imagen purísima que por años había atesorado, de que estoy matando a Dios y de que, por fin, estoy dejando ir. Y si algún lector no imaginario lee esto, a veces pasa, si algún amigo cercano, si algún amigo no tan cercano, si algún compañero de universidad, de trabajo, de alguna de mis clases de idiomas o de los infinitos cursos a los que últimamente me suelo matricular, lee esto; si algún alumno, Dios mío, me stalkea y encuentra el blog de su jefe de práctica, si algún futuro jefe, ojalá no, decide investigarme y encuentra las ilegibles ideas sueltas que guardo por aquí, entonces... entonces no importa. Simplemente no importa. Qué bien se siente esto, en serio. Muchos de los que me conocen me consideran una chica inteligente y absolutamente centrada, así que todo lo anterior podría hasta sorprenderlos. Sí, yo, yo la responsable, yo la madura, yo la que todo lo calcula y a la que todo siempre le va muy bien, yo me equivoqué de una manera terrible, y no una sino mil veces, y, en este aspecto de mi vida, como dijimos en un curso sobre la poesía de Vallejo, dejé de pensar, perdí el control, lo perdí por completo, y me descentré. Pero está bien. Como también analizamos en la poesía de Vallejo, para qué reprimir lo irreprimible. Acéptalo, embrace it, y luego déjalo ir. Así que esta soy yo inspirando profundo y exhalando con fuerza, con mucha fuerza, y dejando todo ir. This is me letting go. Sí, como la canción de Disney, la versión de Idina Menzel, que es la que me gusta más. Disney, Disney, Disney... Disney siempre sabe más que tú y yo, ¿te das cuenta? Ahora solo esperemos que mis queridos lectores no imaginarios no se rían mucho si por casualidad leen esto. Tú qué dices, querido lector imaginario, ¿presiono el botón de publicar o no?

sábado, 22 de agosto de 2015

The Catcher in the Rye

—Oye, Sally —le dije.
—¿Qué? —dijo. Estaba mirando a una chica que estaba en la otra punta del bar.
—¿Te has hartado alguna vez? —le dije—. ¿Nunca has tenido miedo de que, a menos que hicieras algo, todo fuera a ser asqueroso? Quiero decir, ¿te gusta el colegio y todo eso?
—Es un aburrimiento horrible.
—Quiero decir que si lo odias. Ya sé que es un aburrimiento horrible, pero lo que quiero decir es si lo odias.
—Bueno, no lo odio exactamente. Tú siempre tienes que...
—Pero yo lo odio. Jo, cómo lo odio —le dije—. Pero no es solo el colegio. Es todo. Odio vivir en Nueva York y todo eso. Los taxis, y los autobuses de la Avenida Madison, con esos conductores que siempre te están gritando que te bajes por la puerta de atrás, y que me presenten a tíos pedantes que dicen que los Lunt actúan como los ángeles, y subir y bajar en ascensor cuando solo quieres salir a la calle, y esos tíos que te arreglan todo el tiempo los pantalones en Brooks, y la gente que no para de decir...
—No grites, por favor —dijo Sally. Lo cual tuvo gracia porque yo ni siquiera gritaba.
—Los coches, por ejemplo —dije. Lo dije en una voz muy baja—. La mayoría de la gente se vuelve loca por los coches. Se preocupan si les hacen un arañazo, y siempre están hablando de cuántos kilómetros hacen por litro de gasolina, y no han acabado de comprarse uno y ya están pensando en cambiarlo por otro más nuevo. A mí ni quiera me gustan los viejos. Quiero decir que no me interesan nada. Preferiría tener un maldito caballo. Por lo menos los caballos son humanos, por el amor de Dios. Por lo menos con un caballo puedes...
—No se de qué me hablas.
¿El libro? El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger. Leí una traducción española, y si bien al principio no me acostumbraba a los "jo", los "tíos" y los "todo eso", después de un tiempo, me parecieron de lo más normal. ¿Lo recomiendo? Sí, bastante. Es una novela que ya forma parte de la historia americana y que, además, sobre todo si eres joven, puede hacerte pensar mucho.

miércoles, 29 de julio de 2015

El canto del cuco, por Robert Galbraith

Acabo de terminar de leer The Cuckoo's Calling, el segundo libro de J. K. Rowling fuera de la serie de Harry Potter y el primero que escribe bajo el seudónimo de Robert Galbraith. Cuando me enteré de la existencia de este libro, quise leerlo inmediatamente, pero no fue sino hasta hace un par de meses, cuando se publicó su secuela, que compré los dos. Ya había leído The Casual Vacancy y me había gustado bastante, tanto así que, cuando encontré en una librería su traducción en francés, no resistí las ganas de comprarla también (curiosamente no tengo todavía la edición en español).


Pero, a diferencia de este libro, The Casual Vacancy, aunque definitivamente no es un libro para niños como Harry Potter, sí tiene todavía como personajes principales a adolescentes, por lo que no sorprende que J. K. Rowling los construyera y manejara tan bien. The Cuckoo's Calling, en cambio, es un libro policial que de niños tiene poco. Su personaje principal es un detective que perdió una pierna en Afganistán y su asistente, una joven recientemente comprometida que, no creo que sea casualidad, lleva el nombre de Robin (como Batman y Robin, ¿no?). No te preocupes, querido lector imaginario, no soltaré ningún spoiler. No diré quién es el asesino ni cómo o cuándo Strike, el detective protagonista de la serie, descubre su identidad.

Sí diré, en cambio que, una vez más, J. K. Rowling no me decepcionó. Mientras avanzaba a través de las 456 páginas de la novela me preguntaba si, de no haberse revelado la verdadera identidad del misterioso Robert Galbraith, hubiera sido capaz de reconocer la escritura de la autora que acompañó mi infancia. Ahora puedo reconocer y asociar perfectamente el ritmo y estilo que tantas veces leí, la forma en que se introducen los monólogos, los diálogos, hasta el lenguaje de los personajes y las pausas a lo largo del texto. Pero, si no lo hubiera sabido ya, ¿hubiera sido posible descubrir que la pluma de Galbraith era la de Rowling? ¿Fue un lector el que asoció el seudónimo y el apellido famoso o la propia industria la que sacó la verdad a la luz? Supongo que no me hará daño googlear un poco sobre esto.


¿Recomiendo el libro? Sí, por supuesto. Confieso que no he leído muchas novelas del género. ¿Quién mató a Palomino Molero? es el único título en el que puedo pensar ahora, la verdad. Pero disfruté mucho The Cuckoo's Calling y me entusiasma leer la secuela, The Silkworm, que yace ya en mi estantería en este momento, esperando su turno como los demás. Tengo algunos comentarios, sí, pero es difícil exponerlos sin soltar algún dato revelador que te arruine el suspenso. Mi libro, como puedes ver en la fotografía de arriba, querido lector imaginario, acabó matadísimo, así que te recomiendo que compres uno de tapa dura o que simplemente tengas más cuidado al momento de guardarlo en tu mochila o cartera: las ediciones rústicas americanas simplemente no están hechas para este trajín.

sábado, 18 de julio de 2015

Una lista que presumir: la Feria Internacional del Libro

La Feria Internacional del Libro de Lima se inauguró ayer en Jesús María y, a pesar de lo que me había dicho a mí misma un par de años atrás, fui y fui dispuesta a gastar. Lo que sucede, querido lector imaginario, es que compro muchos más libros de los que puedo leer. Con tantos libros nuevos esperando ser leídos no es lógico seguir comprándolos, ¿cierto? Bueno, hice caso omiso a esta premisa y saqué la tarjeta (de débito, tampoco hay que ser irresponsable) para ceder a mis más profundos impulsos.


Treinta ejemplares en total en el primer día. No está mal, ¿no? Admito que solo catorce son míos exclusivamente, pero igual. Lo que me animó a ir a la Feria este año fue el país invitado: Francia. Verás, querido lector imaginario, desde hace meses quería comprar la edición francesa de Los Miserables pero no sabía dónde. En la Feria del Libro de este año la pude encontrar. Y no solo ese título. Como estoy muy orgullosa de ella, voy a compartir contigo la lista de libros que compré:

  • He derrotado a Hitler, de Rubino Romeo Salmonì, prisionero de Auschwitz que inspiró la historia de Roberto Benigni en La vida es bella
  • Le Père Goriot, de Balzac, en francés, por supuesto, y a solo veinte soles, además.
  • 1984, de George Orwell, en inglés, porque me lo recomendó mi hermana.
  • Del ser médico, de Javier Cieza Zevallos, un libro de medicina para mi hermana, porque ella me lo recomienda todo.
  • An Abundance of Katherines, de John Green, para mi hermana, pero también para mí, porque admito que no me desagrada el señor Green.
  • Punto de fuga, de Jeremías Gamboa, para estudiar sus cuentos además de la novela que reseñé aquí.
  • El Aleph y otros cuentos, de Borges, porque no es bonito leerlos solo de internet.
  • Les Misérables, de Víctor Hugo, en francés, el libro que desde hace mucho tiempo estaba buscando.
  • Le Petit Prince, de Antoine de Saint-Exupery, en francés.
  • Comment j'ai vaincu ma peur de l'avion, de Mario Vargas Llosa, en francés.
  • Un rasta à Berlin, de Mario Vargas Llosa, en francés también.
  • La literatura es mi venganza, de Mario Vargas Llosa y Claudio Magris, porque la contraportada capturó mi atención.
  • To Kill a Mockingbird, de Harper Lee, porque escuchamos que era considerada la mejor novela americana del siglo XX.
  • Moby Dick, de Herman Melville, es un clásico, vamos.
  • El viejo y el mar, de Ernest Hemingway, que, aunque ya lo he leído, también es un clásico y simplemente lo quería tener.

¿Sabes de lo que me di cuenta al llegar a casa y colocar estos nuevos títulos junto a los anteriores que todavía siguen sin leer? Que un libro, además de ser una fuente riquísima e inagotable de vida, de muchas vidas, es también un objeto que tiene un valor por sí mismo, como una obra de arte casi, que puede apreciarse también por su forma y no solo por su contenido. Por eso, a pesar de saber que las probabilidades de que termine de leer todos los libros que acabo de presumir antes de comprar nuevos son mínimas, igual sigo comprándolos, porque me gustan, no solo por las historias a las que dan vida sino también por los objetos materiales valiosos que son. 

La Feria Internacional de Libro de Lima abrió sus puertas este 17 de julio y continuará hasta el 2 de agosto, de 11:00 a. m. a 9:30 p. m., no hay excusas para no ir. Y si tenías la excusa que yo he usado para los dos últimos años, querido lector imaginario, "para qué comprar más libros si todavía no termino los que ya compré", pues solo te digo que te des el gusto. Un libro de más nunca hará daño, confía en mí.

martes, 19 de mayo de 2015

¿Podemos tomarnos una foto?

Hace varias semanas tuve la oportunidad de visitar a Pedro Solari, el hombre que por primera vez preparó el cebiche tal y como lo comemos el día de hoy. Antes de que, a la edad de once años, se le ocurriera servirlo fresco, el pescado se dejaba cocinar por horas con el limón. Por eso, don Pedro no es cualquier personaje. En su mesa se han sentado presidentes y multimillonarios, desde la época de Leguía hasta los días de María Claudia (María Claudia, querido lector imaginario, soy yo).

A mí me sorprendió conocerlo personalmente. Lo encontramos sentado cerca de la puerta, frente a una pequeña mesa con un mantel muy blanco. Nos saludó cuando entramos, pero fue una señora la que nos llevó a un sitio libre y nos preguntó qué queríamos comer (dos cebiches de lenguado, por supuesto). Inmediatamente otro muchachos se dispuso a sacar cosas de la cocina: uno, dos... cinco ingredientes en total que puso frente a don Pedro como quien le entrega las ofrendas al sacerdote en una misa. Entonces, él comenzó a mezclarlos y, mientras lo hacía, nos iba diciendo: el verdadero cebiche solo lleva cinco ingredientes y se sirve al momento. Cuando acabó, la señora que nos había recibido acercó los dos platos a nuestra mesa y, bueno, confieso que el platillo no me decepcionó.


Porque eso es lo que puede suceder con las leyendas y las altas expectativas. Cebiches los encuentras en todo sitio, ¿por qué este habría de ser mejor? No lo sé, querido lector imaginario. Solo sé que la frescura y simpleza de este cebiche en particular no la había probado antes. Se trataba del cebiche primigenio: tenía frente a mí, en mis labios, el cebiche original.

Pero visitar a Pedro Solari no es solo una magnífica (y obligada) experiencia culinaria, no. Lo maravilloso de ir a su restaurante, ubicado en una esquina escondida de Jesús María, es que puedes conocerlo y conversar con él. Solo hay cuatro mesas en el lugar, incluida la suya, y, si no fuera por los recortes de revistas y periódicos de distintas épocas pegados en las paredes que demuestran el transcurrir de los años, bien se podría pensar que el ambiente se ha quedado congelado en el tiempo.

Como te dije, querido lector imaginario, don Pedro no es cualquier personaje. Después de haber cocinado para algunos de los personajes más importantes de este y el siglo pasado, se sienta frente a sus clientes actuales para conversar con ellos sobre lo que le tocó vivir. A mí me recordó mucho a mi abuelo. Él fue cocinero —y después jefe de cocina— en el Palacio de Gobierno por casi cincuenta años y, como el señor Solari, también tuvo mil anécdotas para contar. Fue también un hombre increíblemente culto, a pesar de no haber pisado una universidad. Mi abuelo tenía más nombres y fechas en la cabeza que todos mis profesores juntos y recordaba a cada presidente que había comido de su cocina con un cariño y un apego propios solo de quien conoce a alguien en su entorno más íntimo y familiar.

El señor Solari también tiene la memoria intacta. Las líneas de su rostro y su cabello blanco delatan sus años, pero su lucidez es mayor a la del político o periodista promedio que aparece en la televisión el día de hoy. Le gusta la historia, y no solo la que conoce de primera mano. Y recuerda no solo a los grandes personajes que conoció en épocas pasadas, si no también a sus clientes más jóvenes o recientes, como a mi hermana que había ido a visitarlo la semana anterior (ustedes se parecen mucho, comentó).


Conversamos una buena hora y respondió todas las preguntas que nos atrevimos a hacerle, salvo una: cómo se hacía la salsa de ají que nos habían puesto en la mesa para acompañar a las yuquitas de cortesía. Se rió y negó con la cabeza y el muchacho que lo ayudaba nos dijo: Gastón Acurio le hizo la misma pregunta, pero el tío tampoco le respondió. Después, cuando nuestros platos estuvieron vacíos y nuestros corazones contentos, nos atrevimos a pedirle lo mismo que mi hermana le pidió cuando fue a comer a su restaurante antes que nosotras: ¿podemos tomarnos una foto? ¡Claro!, nos dijo y se acomodó en su silla mientras nosotras nos sentábamos a su lado.

Fue toda una experiencia conocerlo, querido lector imaginario. Sus noventa y tres años de vida están en el aire, un aire mágico que te devuelve en el tiempo apenas cruzas la puerta que te lleva a su restaurante. La próxima vez queremos comer en su casa, dijimos, porque, cuando nos íbamos, su ayudante nos mostró la sala y el comedor —riquísimamente decorados— en donde habían comido Aristóteles Onassis y, más recientemente, nuestra Primera Dama, la señora Nadine. El cebiche ahí ya no costaba cincuenta soles, sino un poco más, y se debe hacer una reserva en grupo, pero, vamos, creo que vale la pena, solo hay que ahorrar.

Jr. Cahuide 995, Jesús María
Teléfono: 4715360

jueves, 12 de marzo de 2015

Estimado señor alcalde

Lima, jueves 12 de marzo de 2015

Sr. Luis Castañeda Lossio
Alcalde de Lima Metropolitana
Jr. Conde de Superunda 141, Lima 1

Estimado señor alcalde:

Mi nombre es María Claudia Huerta, tengo 22 años, terminé la universidad el año pasado y, en las últimas elecciones, no voté por usted. Pero no preocupe: en esta ocasión le escribo por un tema completamente diferente. Usted es, después de todo, mi alcalde, y, como yo sé que vela por mis intereses, quería contarle un poco sobre el día que tuve hoy.

Desperté, como siempre, a las seis de la mañana, para llegar a tiempo a clases. Estudio francés en la avenida Wilson, así que paso todos los días por Salaverry (es esa larga avenida con una de las mejores ciclovías de Lima que hace un par de días quisieron desaparecer). También paso por la avenida 28 de julio. Después de hora y media de clases, camino hasta ahí para tomar el carro que me lleva al trabajo. Puedo tomar cualquiera que vaya a la Brasil, señor alcalde, aunque es más complicado de lo que parece: los vehículos paran donde sea y arrancan cuando les da la gana. Es terrible, pero mejor no lo molesto con estos temas porque como alcalde de Lima no hay nada que pueda hacer usted para cambiar esta situación, ¿no?

En fin, señor alcalde. Logré subir a un vehículo, pagué mi pasaje, recibí un boleto y abracé fuertemente mi mochila por si a alguien se le ocurría arranchármela. Ya sabe usted cómo son las cosas aquí. Entonces el carro empezó a humear. Sí, de la nada, el carro simplemente empezó a humear. El cobrador solo atinó a pasarle una botella de agua al chofer para que, en un rojo, la vertiera sobre el motor, pero hacerlo solo hizo que el humo aumentase y que los pasajeros tuvieramos que salir del carro tosiendo. Pero, bueno, de nuevo lo estoy molestando con cosas que no le incumben, como si usted pudiera controlar el buen estado del transporte público. Qué tontería.

Confieso que, cuando vi lo que sucedía, quise sacar mi celular, para grabar y denunciar el hecho, pero no lo hice, porque todo el mundo me ha dicho que jamás debo sacar objetos valiosos en vehículos públicos. Después, si te roban, es tu culpa, ¿no? Solo atiné a alejarme y tratar de subir a otro carro lo más pronto posible porque no quería llegar tarde. Moverse en Lima es toda una aventura, eso no se lo voy a negar. Sin embargo, cuando llegué a mi paradero y bajé del bus, me di cuenta de algo que, aunque pintoresco, supongo, no me gustó demasiado. No me pregunte cómo, señor alcalde, simplemente lo supe: busqué en mi mochila y no encontré mi celular. Tampoco me pregunte cómo desapareció. Tuvo que haber sido magia, se lo juro: todos los bolsillos cerrados, la mochila en mi pecho todo el tiempo rodeada de uno de mis brazos... A quien sea que se haya llevado mi celular solo me queda felicitarlo por el talento (espero que no por la práctica). Pero para qué molestarlo a usted con este tema también.

El día mejoró, felizmente. En el trabajo, después de perder bastante tiempo con mi compañía de teléfono, logré avanzar lo que tenía pendiente. Almorzamos todos juntos porque era el cumpleaños de una compañera y fue realmente interesante escuchar cómo a todos nos habían robado en Lima por lo menos una vez (no sé cuáles sean las estadísticas actuales, pero este casual muestreo me sorprendió mucho). Cada uno contó su historia, algunas como la mía, otras mucho más terroríficas, y de alguna manera todos terminamos aceptando que todas las veces habían sido nuestra culpa. Sí, de alguna manera, detrás de lo que decíamos, esa era nuestra conclusión. Es decir, por qué salíamos a la calle con nuestras cosas: ¡estábamos tentando al ratero! Como las muchachas que salen a la calle sin cubrirse bien los tobillos y el cuello: ¡están tentando al acosador! ¿No?

Como a eso de las cinco salí del trabajo y volví a tomar otro carro. Esta vez caminé un poco más para volver a casa por Salaverry (todavía sigo un poco resentida con la Brasil, entienda usted). Pero no sé si fue la mejor decisión, porque el que me hayan robado hoy por primera vez dejó de importarme por completo cuando vi a través de la ventana del carro a un hombre tirado en medio de la pista, con sangre en el pecho. Sí. No puedo estar segura, pero parecía muerto. Fue en la intersección de Salaverry con Cuba. Yo vivo cerquísima y es la primera vez que veo algo así. Algunas motos de serenazgo estaban estacionadas alrededor y algunas personas rodeaban al hombre. Tenía la camisa abierta y un polo blanco adentro bañado de rojo, de sangre. No sabía qué había pasado, pero me aterró tanta sangre. Bajé del bus un par de cuadras después y caminé hasta mi casa un poco atontada. Debía tratarse de un accidente de tránsito, un terrible accidente de tránsito.

Yo no lo culpo a usted señor alcalde, no se inquiete. Los accidentes pasan, ¿no? Y pasan a cada rato. Cuando llegué a casa vi en las noticias que en algún lugar de Lima un Chosicano se había chocado y había dejado alrededor de sesenta víctimas, por ejemplo. Ese otro accidente tampoco es su culpa, por supuesto. Es decir, lo único que usted puede hacer es reducir las probabilidades de que los accidentes pasen y yo estoy muy segura de que lo está haciendo, ¿verdad? Estoy segura de que ese último accidente se debió a causas absolutamente incontrolables y no a que el vehículo se encontraba en mal estado o a que el chofer no tenía brevete, ¿verdad?

Yo no lo culpo a usted, señor Luis Castañeda Lossio. Yo no voté por usted, pero usted es ahora mi alcalde y, aunque en su momento la noticia me llenó de rabia e impotencia, lo llegué a aceptar. Yo no lo culpo a usted, pero, después del día que tuve, después de comprender que este día es solo el reflejo de las condiciones en que se encuentra Lima, no me gustó llegar a casa y enterarme de que, en lugar de hacer algo al respecto, estaba ocupado defendiendo ante la prensa su decisión de borrar los murales del centro de la ciudad. ¿En verdad no tiene nada más que hacer?

No joda, pues.

¿Roba pero hace obra? Señor mío, usted roba, sí, roba muchísimo, pero, por favor, explíqueme qué obra hace. Lo que yo he visto hoy es una Lima hostil y terrible que ha sido completamente abandonada por sus gobernantes, una Lima que hace difícil la vida, más difícil de lo que ya es. Lo único que me queda hacer, que nos queda hacer a todos, es luchar para que esa marea amarilla que usted creó no nos cubra y arrastre también a nosotros, como lo ha estado haciendo con los dichosos murales que tanto le han preocupado el día de hoy.

Hoy el caos que se está generando bajo su gestión cobró vidas, señor alcalde, ¡vidas!, y si bien no voy a ir tan lejos como para echarle a usted la culpa directamente, sí me indigna muchísimo que en vez de hacer algo al respecto dedique sus esfuerzos a hacer que nuestra ciudad empiece a ser conocida como Lima, la amarilla.

Mis más sinceros y respetuosos saludos (mentira, váyase a la mierda),
María Claudia Huerta

martes, 6 de enero de 2015

El día de contarlo todo

¿Es realmente Contarlo todo el siguiente éxito hispanoamericano de novela como leí por ahí que dijo Mario Vargas Llosa? Ni idea, querido lector imaginario, pero cuando me dijeron que su autor, un periodista peruano llamado Jeremías Gamboa, había recibido tales elogios, quise saber por qué (y si estaban bien fundamentados, por supuesto).

Las personas que me prestaron el libro me advirtieron que no era la gran cosa. Es más, mi hermana, que lo leyó antes de dármelo a mí, se quejaba constantemente de lo pésimo que le caía el personaje principal. En el trabajo también escuché a un jefe y un colega comentar que no entendían por qué Varguitas (ellos no dijeron 'Varguitas') había alabado tanto ese libro que, si bien no era malo, no era tampoco tan bueno. Pues yo, querido lector imaginario, tengo la respuesta a esa última interrogante. No voy decir si el libro es o no es la nueva joya literaria de Hispanoamérica, pero definitivamente es un libro con el que Varguitas (mi querido 'Varguitas') se ha podido identificar.


La novela cuenta la historia de Gabriel Lisboa, un muchacho que, a la edad de diecinueve años, descubre que quiere ser escritor. Y ese descubrimiento lo persigue y determina su vida de una manera tan drástica que más de uno (tanto personajes como lectores) se puede llegar a preguntar si es normal o no. Estas ganas de escribir, ese deseo constante, esa necesidad inexplicable de contar historias por escrito, parecen completamente fortuitas. Y, sin embargo, tienen perfecto sentido. Son mil sucesos, y a la vez ninguno, los que determinan la vocación (así se la llama, ¿no?) del protagonista de esta novela y, por lo menos así lo pareció para mí, es una vocación verdadera, al punto de que su vida solo valdría la pena si algún día lograba escribir una novela:
Su ausencia disgregó a todos y al principio afectó mucho a Lisboa, que estaba solo en ese momento, pero después lo forzó a enfrentarse a aquello que se había trazado tiempo atrás y una y otra vez había eludido o enfrentado mal durante los últimos años. ¿No era verdad que sentía algo adentro y que quería sacarlo fuera de sí? ¿Acaso no deseaba escribir un libro? ¿No había dejado todo por ello? Cuando las clases de la universidad terminaban y Lisboa se iba liberando de sus ocupaciones, se prometió con determinación encerrarse de una vez por todas en su habitación y no salir de ella hasta encontrar su maldita voz. Ninguna otra cosa lo justificaba en el mundo y la verdad es que no tenía de dónde más asirse. Sentía que iba a jugárselo todo. Si en las semanas que venían llegaba a encontrar su estilo, si accedía a una forma narrativa que tradujese sus emociones e ideas, entonces todo, absolutamente todo lo que había hecho con su vida —renunciar al periodismo, regresar a Santa Anita, terminar con Fernanda—, adquiriría total sentido, o lo justificaría. Si no era así... Lisboa no deseaba ni pensar en esa opción. Era preciso encerrarse y dejar de vivir el mundo exterior; detener la corriente de la vida real o congelarla para generar otra corriente, suya, hecha con palabras.
No sé tú, querido lector imaginario, pero a mí, estas últimas líneas me encantaron. La idea de que algo aparentemente tan simple como la escritura, como la narración en forma escrita, para ser más precisa, pueda darle sentido a absolutamente todo lo que hemos vivido, a todo lo bueno y sobre todo a todo lo malo, es mágica. Por lo menos yo, en más de una ocasión, la he sentido en mi mente palpitante, como si efectivamente poner por escrito nuestras experiencias, aunque no precisamente nuestras experiencias, claro, pudiera resolverlo todo y hacer de nuestras vidas algo profundamente valioso y de cada suceso dentro de ella algo absolutamente necesario.

En ese sentido, la novela de Jeremías Gamboa no se acerca a Vargas Llosa solo en estilo, sino sobre todo en tratar un tema fundamental para él: la vocación del escritor. Lo determinante de ella, lo urgente, lo radical y complemente absorbente del deseo de escribir son temas que saltan cuando se leen las obras de Vargas Llosa, sobre todo aquellas como El pez en el agua, Cartas a un joven novelista, o La orgía perpetua, de la que te hablé algunas semanas atrás. Entonces, cuando descubrí el tema de fondo de esta novela, dejó de asombrarme por completo que Vargas Llosa la haya alabado tanto. Es prácticamente el tema de su vida y el autor no escribe nada mal. No sé si será el siguiente éxito hispanoamericano de novela, pero lo cierto es que el tan cuestionado padrinazgo de Varguitas no debería sorprender a quienes hayan leído sus obras y hayan comprendido el gran peso que el tema tratado por Gamboa tiene para él. Se trata de un libro bien pensado y bastante trabajado. Quizás te guste, querido lector imaginario, porque además de las reflexiones vocacionales y los conflictos existenciales encontrarás muchas drogas, sexo y alcohol. Como para ti.

jueves, 1 de enero de 2015

Un año muy dulce

¿Recuerdas, querido lector imaginario, cómo hace casi un año escribí un pequeño post en el que te decía que prepararía todas las recetas del nuevo libro de Miss Cupcakes que mi hermana me había regalado? Mis misscupcakes cupcakes, ¿lo recuerdas?, ahí te conté cómo había recordado la película de Julie and Julia y cómo se me había ocurrido llevarla a la práctica con comida menos francesa y más dulce instead.

Pues bien, un año después, puedo decir que el título del libro de Paloma Casanave, Cupcakes (o cómo endulzar tu vida a lo largo de un año), no miente. Este ha sido un año muy dulce a pesar de todos las cosas feas que han pasado en él. Exactamente 40 recetas, aproximadamente 480 cupcakes, probablemente varios gramos más de masa en el cuerpo y definitivamente un año muy, muy dulce: creo que ese es un resumen que le hace justicia, ¿no? Y creo que nos fue bastante bien. Es decir, más allá de uno que otro inconveniente, preparamos todas las recetas con bastante éxito (¡todos los cupcakes nos salieron!). Y creo que eso es gracias al cuidado y empeño que la autora puso al armar su libro: cada una de sus recetas funciona y funciona muy bien. 

Entonces solo queda decir ¡gracias! Gracias a Paloma Casanave, por crear un libro tan lindo y dulce con el que estoy segura haz endulzado el año, no solo de dos hermanitas in their twenties como nosotras, sino de muchísimas personas más. Gracias a los amigos y amigas que a lo largo de este año han aceptado y comido todos los cupcakes que hemos preparado y han tenido algo lindo que decir. Gracias a nuestros padres, por supuesto, por soportar nuestras invasiones a la cocina y nuestros lavaderos repletos de utensilios sucios y por, de vez en cuando, ayudarnos a conseguir un ingrediente o dos. Y gracias a la maravillosísima Génesis Huerta, la hermana adorada que me regaló el libro hace un año y que día a día endulza mis horas con todas las cositas bonitas que dice y hace por mí. I love you, lasis. Solo me queda agredecerle a la Academia por haberme escogido y a todos mis colegas actores que esta noche me acomp... ah, espera, ese es mi otro discurso. De ese te contaré en otra oportunidad.


Puedes ver la historia completa bajo esta etiqueta: #libromisscupcakes.
Solo asegúrate de tener tiempo suficiente para procrastinar.

40 de 40 (o cupcakes de fresas y champagne)

Esta es la última receta del libro, querido lector imaginario. 40 de 40. Terminamos. TER. MI. NA. MOS. Pero vamos con calma. Como has podido leer en el título, querido lector imaginario, los ingredientes estrella de estos cupcakes son las fresas y, por supuesto, por tratarse de Año Nuevo, el champagne. Por supuesto, no tiene que ser champagne champagne, puede ser cualquier espumante, incluso uno muy baratito como el que mi hermana y yo compramos porque mamá no quería que abramos el que ella había comprado para brindar.


Creo que nos costó ocho o nueve soles, así que no criticaré el corcho de plástico.


Después, las fresas. Debes reservar algunas enteras para la decoración, pero puedes picar el resto en cubitos para luego mezclarlas con la masa. Me encantó el contraste de colores al echarlas al tazón. ¿A ti no?



Los bizcochitos quedan lindísimos. Aquí ya se habían desinflado un poquito, pero de todas formas se siguen viendo ridículamente apetitosos, ¿no crees?


El frosting, sin embargo, no sé si nos quedó tan bien.



Estaba bastante rico, pero, como puedes ver, ligeramente granuloso y algo flojo, no sé por qué. De todas formas, le pusimos las fresitas cortadas en láminas encima y quedaron bonitos. Lo único que recomendaría, querido lector imaginario, es secarlas muy bien antes de colocarlas encima del frosting, para que la humedad no afecte su consistencia ni lo tiña. Eso nos pasó con un par. Pero, incuso si te pasara, los cupcakes seguirán siendo riquísimos. Fresas y champagne: ¿no suena simplemente demasiado genial?

Ah, sí, esta última foto es la escena de un crimen. Mi hermana y yo asesinamos de dos cuchilladas a un pobre cupcake que tomaba luz artificial en la mesa de nuestro comedor solo para ver cómo se veía por dentro. Par de psicópatas, ¿verdad?


Espero que hayas pasado un divertidísimo Año Nuevo, querido lector imaginario. Yo a mis amiguitos (amiguitos no imaginarios) les llevé los cupcakes que sobraron, como para tener algo más con que brindar. Ojalá que este año que se inicia venga cargado de éxitos y... espera, espera, espera. Estos son los últimos cupcakes del libro, ¿verdad? Dame un segundo, necesito procesar bien esto.