Edith Piaf fue, por supuesto, una cantante que de todas formas tuve que escuchar cuando empecé a estudiar el francés. La vie en rose me pareció siempre una canción maravillosa y algunas otras también llamaron mi atención. Pero la verdad era que solo disfrutaba sus melodías y su deliciosa pronunciación de erres rasgadas y us muy cerradas. No me consideraba una fan de la cantante, y no solo porque no me gustara la palabra.
De todas formas, cuando me enteré de Piaf, obra dirigida por Joaquín Vargas y con Patricia Barreto como actriz principal, me prometí a mí misma que la iría a ver. Este lunes, por fin, después de que terminara su temporada en la Alianza Francesa y de que casi terminara su temporada en el Centro Cultural PUCP, cumplí con mi promesa. Y qué bueno que lo hice, porque la obra me encantó.
La obra cuenta la vida de Edith Piaf, desde sus inicios como cantante hasta su muerte. Es una obra graciosa, a pesar de lo trágico de su vida, y el mérito solo se lo puedo otorgar a la actriz que la interpreta y a la guía de su director. Me pareció genial, por cierto, que este estuviera presente. No sé si irá a todas las funciones, pero este lunes no solo se sentó en la primera fila sino que, además, al inicio de la obra nos dio la bienvenida y nos pidió que apagásemos nuestro celular. Por supuesto, siempre hay alguien que no hace caso, así que, en determinado momento, cuando todos estábamos metidísimos en la obra, un ringtone —felizmente no demasiado escandaloso— empezó a sonar. Si yo hubiese sido el director hubiera botado a la amable dama que se demoró más de lo debido en silenciar su aparatito, pero, en vez de eso, los actores se congelaron por unos segundos, como quien juega Encantado, y, apenas el silencio volvió a la sala, retomaron su actuación.
Qué horrible, en serio. Felizmente la del celular no fui yo.
Aparte de este pequeño incidente, que por unos segundos mató la magia de la obra, todo fue perfecto. Yo no conocía a la actriz, no sé en qué otras producciones ha participado, pero este papel lo representó maravillosamente, incluso —o, mejor dicho, sobre todo— las canciones de Piaf. La emoción con la que las cantaba, la mirada al vacío y los ojos llenos de lágrimas según el momento en el que cada una tenía lugar fueron perfectos. Imitar a una cantante como Piaf debe ser difícil, dificilísimo, pero las canciones estaban interpretas de tal forma que no cuestionabas que la chica frente a ti, en el escenario, era verdaderamente una Edith Piaf; una Edith Piaf ficcional, claro, pero una Edith Piaf nevertheless.
Hubo una canción en especial que me conmovió muchísimo. Cuando la obra ya iba a acabar, me di cuenta de que había todavía una canción que conocía y que no habían interpretado, una canción muy importante que de todas formas tenía que estar, una canción tan significativa que, obviamente, la habían guardado para el final.
Non, rien de rien. Non, je ne regrette rien. Ni le bien qu'on m'a fait, ni le mal. Tout ca m'est bien egal. Non, rien de rien... No, no me arrepiento de nada. Esta canción me gustaba ya muchísimo antes. Ahora, después de verla interpretada en esta obra, me gusta incluso más. Cuando terminó, el auditorio explotó en aplausos, obviamente. Cuando las cortinas se cerraron y se abrieron de nuevo, todos nos pusimos de pie. Ajá, an standing ovation, y bien merecido. Cuando, después de un rato, los aplausos se hicieron más débiles y las cortinas por fin se empezaron a cerrar, capturé el rostro de la actriz que seguía agradeciendo los aplausos junto a sus colegas: la emoción la embargaba, estaba casi, casi, al borde de las lágrimas. No la culpo. Fue una función espectacular.
Si no llegas a ir a ver la obra, querido lector imaginario, por lo menos escucha la canción de cierre, Non, je ne regrette rien. Escogí una versión con subtítulos, como para que entiendas de qué trata. Creo que te va a gustar.
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