sábado, 30 de noviembre de 2013

Edilberto Torres and the reason I'm always late

Leí la nueva novela de Mario Vargas Llosa hace un par de días. Se llama El héroe discreto y cuenta de manera paralela las historias de los peruanos Ismael Carrera y Felícito Yanaqué. Se llama El héroe discreto y no El héroe indiscreto como por varios días lo pensé.

Es mucho lo que puedo decir sobre El héroe discreto, pero como otros más expertos que yo se ocupan ya de esos asuntos yo me limitaré aquí a mencionar dos puntos, probablemente los menos relevantes, que llamaron mucho mi atención. El primero: ¿quién es Edilberto Torres? Por favor, por favor, por favor, alguien dígame quién es. El final del libro aparentemente lo aclara todo, pero es difícil aceptar la explicación que se nos ofrece después de todo el misterio que se ha armado alrededor de este personaje. La identidad de Edilberto Torres, su propia existencia, es un tema que para mí no ha quedado resuelto. Hasta se me ocurrió que su aparición en esta novela puede tratarse de un preámbulo, de una presentación para intrigar a los lectores, para después, en otra novela, probablemente, dedicarse enteramente a él. Quién eres, Edilberto Torres, en serio lo quiero saber.

Lo segundo que me llamó la atención también es algo secundario. Es una cita, una cita que reproduciré (espero que sin romper ninguna ley) aquí:
Al principio, recién casados, cuando empezaron a vivir juntos, creía que su mujer se retrasaba por mera desgana y desprecio a la puntualidad. Tuvieron por ello discusiones, enojos, pleitos. Poco a poco, don Rigoberto, observándola, reflexionando, advirtió que aquellas demoras de su mujer a la hora de salir a cualquier compromiso no eran un hecho superficial, una dejadez de señora engreída. Obedecían a algo más profundo, un estado ontológico del ánimo, porque, sin que ella fuera consciente de lo que le sucedía, cada vez que tenía que abandonar algún lugar, su propia casa, la de una amiga donde estaba de visita, el restaurante donde acababa de cenar, se apoderaba de ella un desasosiego recóndito, una inseguridad, un miedo oscuro, primitivo, a tener que irse, partir, cambiar de lugar, y se inventaba entonces toda clase de pretextos sacar un pañuelo, cambiar de cartera, buscar las llaves, comprobar que las ventanas estaban bien cerradas, la televisión apagada, si la cocina no había quedado encendida o el teléfono descolgado, cualquier cosa que atrasara unos minutos o segundo la pavorosa acción de partir.
Genial, ¿no?, especialmente para las personas que, como yo, tienen muchas dificultades para llegar a todo sitio a tiempo, no porque no sea posible, no por una mala suerte constante e increíble, sino porque, como para doña Lucrecia, desplazarse de un lugar a otro se convierte en un ritual que a veces es difícil de cumplir. Ese desasosiego recóndito, ese miedo oscuro, primitivo, se extiende, en mi caso, y probablemente también en el de muchas personas más, no solo a irse, sino también a llegar. Miedo a llegar a un lugar nuevo, un lugar nuevo porque no estás ahí, un lugar que puede ser todos los días nuevo. Así que eso diré de ahora en adelante cada vez que llegue tarde y, si alguien me dice que se trata de una simple excusa, diré que Mario Vargas Llosa respalda completamente mi argumento.

Eso es todo por ahora. Esta no es la mejor obra de Mario Vargas Llosa (Conversación en La Catedral sigue siendo mi favorita), pero es buena y, por qué no, bastante entretenida. Una novela que, como leí por ahí (por aquí), pueden disfrutar tanto los que ya han leído al Premio Nobel antes como los que lo hacen por primera vez.

Así que a leer, querido lector imaginario, a leer, a leer.

martes, 26 de noviembre de 2013

La fiesta democrática limeña de Saramago

¿Has leído a José Saramago? Por supuesto que sí, querido lector imaginario, no me vas a decepcionar a estas alturas, ¿no? Si no, necesitas correr a una librería en este momento y comprar Ensayo sobre la ceguera, La caverna y El evangelio según Jesucristo ahora mismo. Lo digo en serio, ve, ve de una vez. Son libros que necesitas leer. Yo aquí te espero.

¿Listo? Genial. Otro día los comentamos, porque ahora quiero concentrarme en otro libro, Ensayo sobre la lucidez, ¿lo has leído? Esta, para mí, no es la mejor obra de Saramago. No, no, no, al contrario. Cuando la leí (porque era imposible no leerla después de haber quedado encantada con Ensayo sobre la ceguera), tuve la impresión de que había sido escrita en un solo día, sin planearse en absoluto. Pensé que la prosa de Saramago era tan buena que podía darse el lujo de hacer eso, de escribir porque le daba la gana y terminar con algo medianamente bueno. Cuando terminé el libro lo guardé y no volví a pensar más en él.

Hasta ahora.

Susana Villarán
Resulta, querido lector, que Ensayo sobre la lucidez se basó en los hechos acontecidos en Lima a lo largo de este (des) afortunado año. O tal vez sucedió al revés. Tal vez sucedió que los gloriosos habitantes de la otrora Ciudad de los Reyes, de la llamada Perla del Pacífico (de Lima la gris, para los conocidos), decidieron escenificar esa rara historia que Saramago imaginó. Eso tendría más sentido, ¿no? Que un buen día un par de señores despertaron y decidieron que sería interesante llevar a cabo este experimento social. Revoquemos a nuestra alcaldesa, dijeron entusiasmados y empezaron una campaña que lamentablemente tuvo éxito hace ya varios meses atrás. Entonces se convocaron las elecciones y los limeños se dieron cuenta de lo absurdo que era gastar millones y millones de soles en el capricho de un par de políticos (o tal vez simplemente les molestó mucho que los obligaran a ir a votar un domingo). Pero entonces fue muy tarde. Entonces la propaganda absurda había comenzado. Entonces los limeños, para no pagar la multa, tuvieron que ir a votar ese domingo. Entonces los limeños, porque ya no quedaba de otra, tuvieron que decidir si su alcaldesa se quedaba en su cargo o no.

Se quedó. Sí. Hurra. Genial. Gastamos dinero que no tenemos en un proceso ridículo, pero por lo menos reaccionamos a tiempo. O casi. Porque, como varios regidores sí fueron revocados (porque no todos los electores supieron bien qué cosa debían marcar ese día, porque no todos quisieron llenar las más de cuarenta casillas), debían realizarse otras elecciones más para elegir a los nuevos. Genial. Genial. Sigamos gastando dinero que no tenemos. Felizmente no lo necesitamos para tonterías como reformar el sistema de transporte público o invertir en la seguridad ciudadana, ¿no? Un par de millones menos, un par de cientos de millones menos, no le hacen daño a nadie, ¿no?

Sí, sí, lo sé: no es como en la novela de Saramago. Pero si has leído esa obra y has seguido este hermoso proceso de revocatoria entonces no podrás decir que no la recordaste si quiera un poquito. En especial por algo. Yo había decido no votar por ningún partido. No solo porque ninguno me había convencido, sino porque era una muestra de protesta, una forma de decir que todo aquello me parecía ridículo. El problema era que, si los votos en blanco o viciados eran la mayoría, entonces se tendrían que realizar elecciones de nuevo. ¿Ahora sí? ¿Ahora sí vez la lucidez? Felizmente en Lima no fue necesaria una intervención como la que se hace en la ciudad de Saramago. Felizmente en Lima el chiste de la revocatoria terminó el domingo pasado. Pero el chiste nos salió bastante caro. A mí no me gustó haber sido obligada a ser parte de una parafernalia a la que algunos periodistas todavía llaman fiesta democrática. No me gustó tener que darle mi voto a un partido simplemente porque si no lo hacía corríamos el riesgo de que este proceso se repita una vez más. Quizás hubiera sido mejor haber votado en blanco, para seguir escenificando la novela. Hubiera habido nuevas elecciones, y nuevas, y nuevas, pero por lo menos hubiera quedado muy claro que la revocatoria fue una completa estupidez. Por lo menos para mí lo fue.

Ahora olvidemos eso y, en serio, lee a Saramago.