sábado, 23 de julio de 2016

Pero ojo, ella quiere un hombre fiel

Yo soy de las que tiene suerte. A mí me han dicho cosas en la calle, como a todas, porque el mundo es así y me han enseñado a no ser exagerada, pero nunca nadie me ha tocado en contra de mi voluntad. Yo soy de las que tiene suerte, porque a mí ningún chico jamás me podrá decir nada, porque yo soy de las chicas buenas, las de su casa, las que no están con uno y con otro, las que valoran su cuerpo y se saben vestir bien. Yo soy de las que tiene suerte, porque difícilmente alguien me llamaría puta, porque yo sí cumplo con los requisitos para ser considerada una chica que vale la pena, una chica a la que los chicos pueden respetar. Yo soy de las que tiene suerte porque si alguien me hace daño, si alguien, no sé, me viola, la gente difícilmente podrá echarme la culpa, la gente que me conoce difícilmente dirá que yo vivo provocando a los hombres, que era de esperarse, que sí, que qué feo, pero que para qué se comporta así, pues. Yo soy de las que tiene suerte, porque cuando leo los testimonios de las miles y miles de chicas que a cada minuto cuentan cómo cuando eran niñas las tocaron, cómo cuando eran adultas las ignoraron, solo puedo identificarme con los relatos más leves, con los de acoso callejero, quizás, pero no con los graves, no con los terribles, porque mi mamá me cuidó bien. Yo soy de las que tiene suerte porque como no fumo, no me emborracho y no tiro con cualquiera, entonces sí puedo pedir a alguien fiel.

* * *

Ayer en la noche, cuando estaba por volver a casa, vi que un amigo mío, un amigo muy cercano, había compartido una imagen en Facebook.

Fuma, se emborracha y tira con cualquiera…
Pero ojo, ella quiere un hombre fiel.


Y, como era mi amigo, como ya antes habíamos hablado de eso, le contesté. Si una chica está soltera, puede hacer lo que quiera, ¿no?, le escribí. No significa que cuando esté con alguien no pueda ser fiel y que no pueda querer también a alguien fiel. Y las respuestas que recibí, no solo la suya, sino también la de un individuo que no conocía, me llenaron de una rabia que hace mucho no sentía. Una rabia que es también impotencia, impotencia porque quería responderle a mi amigo que él y yo podíamos pensar diferente pero que no por ello me tenía que tratar mal, impotencia porque quería también responderle al otro sujeto y decirle que no, que se equivocaba, que el valor de una mujer no se definía por la cantidad de chicos con los que había estado, que era hipócrita que se le exigiera a la mujer que no fume y que no tome para no perder sus derechos cuando los chicos sí podían hacerlo y hasta lo veían bien. Me llené de rabia porque no podía responderles, porque no tenía sentido hacerlo, porque solo me dirían lo mismo que ya me habían dicho antes y yo quedaría como una chica exagerada que últimamente habla mucho de los derechos de la mujer.

Y me puse a llorar. Estaba con una amiga en la cola de una pizzería y le mostré el pequeño cruce de palabras que acababa de tener en mi celular. Le conté y le dije mira, son unos idiotas, qué cólera, pero luego sentí mis ojos húmedos y la respiración agitada y no pude contener las lágrimas y empecé a llorar. Y lloré desde ese momento, con mi amiga petrificada frente a mí, sin saber qué hacer, hasta que me dormí horas después. Lloré todo el camino a casa, no miento. En la pizzería, nos sentamos, mi amiga comió y yo, sin dejar de llorar, le decía que no entendía por qué me estaba pasando eso, me secaba los ojos y, mientras se llenaban de nuevo de lágrimas, le decía que no entendía por qué estaba tan sensible, por qué lloraba por una tontería así. En el bus de vuelta a casa seguí llorando, mientras respondía los mensajes de ella y de otro amigo al que le había contado lo que había pasado y me acababa todo el paquete de pañuelos que felizmente siempre tengo conmigo. En mi casa solo estaba mi hermano, ni mis padres ni mi hermana, pero me vio así y me consoló. Seguro pensó que me había pasado algo malo, algo a mí directamente, pero felizmente cuando le conté qué había sido no me dijo que estaba exagerando, no desmereció mis lágrimas ni me ignoró. Y vimos una comedia juntos y me distraje, pero, incluso cuando me reía, las lágrimas seguían cayendo de mis ojos y yo tuve que conseguir más papel.

No fue la culpa de mi amigo, el que compartió la imagen, que yo reaccionara así, porque yo imágenes como esas las veo a cada rato y, let’s face it, ni siquiera era tan ofensiva como otras que también he visto por ahí. Lo que me chocó, lo que me llenó de rabia, fue su respuesta, su respuesta llena de superioridad, su respuesta descalificando todos mis argumentos: mujeres. Yo tengo suerte porque a mí no me va a decir puta, a mí no me va a decir que yo tampoco puedo querer un chico fiel, pero sí me puede decir que no opine porque al fin y al cabo soy una mujer. Pero no fue la culpa de mi amigo, repito, el que yo reaccionara así, porque él no sabía, no tenía idea de que yo desde hace un par de días me he dedicado a leer cada uno de los testimonios que constantemente se publican en ese maravilloso grupo de Facebook creado para organizar la marcha del 13 de agosto. Él no sabía que son miles las chicas que, a cada minuto, se animan a contar lo que les pasó cuando eran niñas, lo que les pasó después con sus esposos, con sus enamorados, lo que les pasa ahora cada vez que salen a la calle o cada vez que se quedan en el hogar. Él no sabía que no he podido dejar de pensar en todas ellas, en mí, en la suerte que he tenido a lo largo de mi vida por no haber sido tocada, violada, por no haber sido insultada, porque lo único que a mí me ha pasado es que me digan cosas en la calle y eso lo he aprendido a superar. Él no sabía que tenía ganas de llorar desde el primer testimonio que leí, que la indignación, la rabia, la cólera de vivir en un mundo en el que es normal que a las mujeres les pase lo que a mí no me ha pasado, lo que todavía no me ha pasado, era demasiado fuerte. Él no sabía que sus comentarios solo serían la gota que rebalsaría el vaso, que sus gracias solo confirmaban lo que venía pensando desde hace rato: vivimos en un mundo de mierda y todavía hay mucha gente que piensa lo contrario.

Esto no se lo escribo a mi amigo, que ya bastante sorprendido debe estar de enterarse de que me puse a llorar como una chiquilla ayer. Tampoco se lo escribo al resto de mis amigos, que seguramente pensarán que me estoy convirtiendo en alguna suerte de fanática al reaccionar así. Esto me lo escribo a mí, a mí porque me he dado cuenta de la suerte increíble que he tenido a lo largo de mi vida y porque me parece injusto que mi bienestar actual sea solo producto de la suerte y no de la sociedad. Yo tengo suerte porque nunca me han tocado, porque mi mamá, consciente del mundo asqueroso en el que vivimos, fue increíblemente protectora con sus tres hijos y exageró al cuidarnos. Pero ¿y las demás? Yo tuve suerte porque en el colegio tuve buenos amigos, porque cuando empecé a ir a mis primeras fiestas nunca estaba sola, nunca nadie se sobrepasó conmigo. Pero ¿y las demás? Yo tuve suerte porque era tímida, porque me gustaba salir pero no me gustaba tomar, porque entonces los chicos podían decirme muchas cosas pero no podían acusarme de puta, de fácil. Pero ¿y las demás?

Yo cumplo, más o menos, con los requisitos que la sociedad ha impuesto para las mujeres, porque por más geniales que hayan sido mis padres, por más que a mí y a mis hermanos nos hayan enseñado que una mujer vale tanto como un hombre, que una mujer puede llegar tan lejos como un hombre, igual nos enseñaron que un hombrecito es un hombrecito y una mujercita, una mujercita, y que no se deben comportar igual. Nadie jamás me ha dicho que yo pertenezco a la cocina, que no me coloque detrás del volante, que la mujer está hecha para servir al marido y nada más, pero sí me han dicho, y me lo han dicho siempre, que no me quede en las fiestas hasta muy tarde, que no vaya a la casa de mis amigos si están solos, que no me vista de determinada forma porque una mujercita se debe hacer respetar. Sí, una mujercita se debe hacer respetar. Y un hombrecito también. Y todos. Pero si mi valor como persona se fundamenta en la forma en que me visto o en la cantidad de alcohol que decido beber cuando salgo, entonces mejor que piensen que no valgo nada. Y si un chico me dice, me vuelve a decir, que soy una chica que vale la pena porque no he estado con muchos otros, porque soy una chica de su casa, entonces mejor que piense que no valgo la pena porque yo no soy un juguete o un carro nuevo que pierde su valor cuando alguien le da uso. Yo tengo suerte, mucha suerte, porque mis padres me han cuidado y protegido y me han enseñado cómo comportarme en una sociedad como la nuestra, me han enseñado cómo ser la chica que los chicos buscan, me han enseñado a sobrevivir. Pero al final es solo eso. Si yo quisiera en este momento ir y fumar y emborracharme y tirar con cualquiera, no podría porque, como me recordó mi amigo, entonces cuando quiera estar con alguien no podría exigir fidelidad. Yo tengo suerte porque estoy sobreviviendo, porque a mí la violencia todavía no me pega en la cara, porque me acaricia, sí, como a todas, cuando camino en la calle, cuando escucho ofensivos programas de radio, pero todavía no me noquea, todavía no me derriba contra el asiento trasero de un taxi, todavía no me sienta en sus piernas mientras me dice que es un juego, todavía no me dice que soy una puta y que me calle, todavía no me pega y me pide perdón después, como sí lo ha hecho con las miles de mujeres que todavía siguen compartiendo sus testimonios en ese increíble grupo de Facebook.

Esto me lo escribo a mí, no a mi amigo, no al resto de amigos, no a mis padres, a nadie, a mí, a mí porque no quiero esperar a que me pasen cosas terribles para darme cuenta de que el problema no somos nosotras. Yo sé que las cosas no van a cambiar de la noche a la mañana, yo sé que yo misma voy a seguir moderando mi comportamiento, yo misma, aunque trate de no hacerlo, voy a seguir juzgando a quienes desobedezcan las reglas de juego de forma excesiva, pero no tiene que ser así, no debe ser así. Yo no quiero que mi valor como persona siga siendo definido por mi capacidad de comportarme como una señorita. ¿Qué tal si ya no lo quiero ser? Si mañana decido ponerme una falda corta y alguien me violenta camino a casa, ¿va a ser mi culpa? Quiero pensar que no, quiero pensar que nadie me dirá que no me comporté como debe ser. El mundo como es hoy me da asco, me enferma, y me da rabia no poder cambiarlo en el acto. Por eso me puse a llorar ayer.

La mayoría de chicos que conozco son buenos, eso creo. La mayoría de ellos, espero, van a decirle a sus hijas, cuando las tengan, que sus vidas valen tanto como las de los hombres, que pueden lograr todo lo que se proponen, como me lo dijeron a mí. Pero probablemente también les digan, como a mí, como a todas, que, para no perder su valor, deben comportarse de cierta manera, de una manera que no se les exige a ellos. Las cosas no van a cambiar de la noche a la mañana, pero cambian tarde o temprano. O eso quiero creer. Porque del te debes comportar así para ser valorada al debes obedecer para no ser golpeada solo hay un paso. Porque si un hombre se siente con derecho de llamarte puta, de llamarte perra, de llamarte fácil, entonces más tarde se sentirá con derecho a mucho más. Porque si a mí, la chica que ha aprendido a comportarse, la chica que se ha educado y tiene la capacidad de expresarse, todavía me pueden callar diciéndome mujeres, entonces a las demás, a las que han tenido menos suerte, qué les harán por no haber nacido hombres. Por eso, por primera vez en mi vida, voy a ir a una marcha. Sí, por primera vez. Porque las cosas no van a cambiar de la noche a la mañana, pero si me quedo así, callada, si me quedo sin responder, sin hacer algo por mejorar el mundo, entonces me habré rendido, nos habremos rendido, y no podemos permitir eso.

Ni una menos.