martes, 25 de octubre de 2016

25

Hoy mi pequeñísima Scarlet hubiera cumplido 25 años. 25 años es un montón. Seguramente nos hubieramos burlado, le hubieramos dicho ya estás vieja. Y ella me hubiera dicho que mejor me callara porque en marzo ya me tocaba a mí. Y seguramente hubieramos quedado para ir a comer algo, o a tomar un café (y me hubiera dicho, o yo le hubiera dicho, amiga, amiga, un café, pues). Y seguramente nos hubiera pedido pasarlo para el fin de semana porque hubiera estado ocupadísima con su tesis y su trabajo, sobre todo con su trabajo, pero nosotras le hubieramos dicho que no molestara, que queríamos verla ese día, que si el fin de semana también quería podíamos salir otra vez. Y hubieramos ido a comer o a tomar un café (un café, amiga, un café). Y nos hubiéramos reído. Y nos hubieramos tomado fotos. Y nos hubiéramos contado lo que habíamos hecho en los últimos días y ella me hubiera regañado, como si fuese mi mamá. Y hubiéramos pasado un rato bonito hasta que ella decidiera llamar a un taxi para ir a su casa o hasta que su papá, si estaba en Lima, la hubiera venido a recoger.

Hoy mi pequeñísima Scarlet hubiera cumplido 25 años. 25 años, querida, you are so old. Pero no lo hiciste. No cumpliste 25. Y el tiempo sigue pasando y tú te conviertes cada vez más en una idea bonita, en un recuerdo que ya no estoy segura si pasó o no. Es raro pensar en ti porque parece que pertenecieras a otra vida, a otros tiempos, parece que la María Claudia que era tu amiga era otra, que no soy yo. Yo sé de ti, yo sé que fuiste maravillosa, y te recuerdo siempre, pero el tiempo pasa y todavía es difícil creer que en un momento estabas aquí y que luego ya no.

Te quiero mucho, pequeñita. Todos te queremos un montón. Siempre te vamos a querer. Y, para que no te preocupes por mí, te cuento que cada vez que estoy a punto de tocar rock bottom recuerdo esa llamada que pensamos podría ser la última, y sigo adelante. No quiero que me regañes cuando me vuelvas a ver.

Te quiero mucho, pequeñita, y te extraño un montón. Todos.

jueves, 8 de septiembre de 2016

Vivir, vivir, vivir

Después de todo, si nos ponemos a pensar, ¿no nos ocurre también a nosotros los humanos algo parecido? ¿No creemos también nosotros que la naturaleza nos habla? ¿Y no tenemos la sensación de captar un sentido en sus voces misteriosas, una respuesta acorde con nuestros deseos a las acuciantes preguntas que le dirigimos? Cuando a lo mejor la naturaleza, en su infinita inmensidad, no tiene la menor idea ni de nosotros ni de esta vana ilusión nuestra.

Hay que ver a qué conclusiones puede llegar, por una ocurrencia, nacida en un momento de ocio, un hombre condenado a estar solo consigo mismo. Me daban ganas de abofetearme. ¿Es que estaba en serio a punto de convertirme en filósofo?

No, no, ni hablar, mi conducta no era normal. Así no se podía seguir por más tiempo. Había que vencer todos los miedos y tomar a toda costa una resolución.

En una palabra, yo debía vivir, vivir, vivir.

El difunto Matías Pascal
Luigi Pirandello

sábado, 23 de julio de 2016

Pero ojo, ella quiere un hombre fiel

Yo soy de las que tiene suerte. A mí me han dicho cosas en la calle, como a todas, porque el mundo es así y me han enseñado a no ser exagerada, pero nunca nadie me ha tocado en contra de mi voluntad. Yo soy de las que tiene suerte, porque a mí ningún chico jamás me podrá decir nada, porque yo soy de las chicas buenas, las de su casa, las que no están con uno y con otro, las que valoran su cuerpo y se saben vestir bien. Yo soy de las que tiene suerte, porque difícilmente alguien me llamaría puta, porque yo sí cumplo con los requisitos para ser considerada una chica que vale la pena, una chica a la que los chicos pueden respetar. Yo soy de las que tiene suerte porque si alguien me hace daño, si alguien, no sé, me viola, la gente difícilmente podrá echarme la culpa, la gente que me conoce difícilmente dirá que yo vivo provocando a los hombres, que era de esperarse, que sí, que qué feo, pero que para qué se comporta así, pues. Yo soy de las que tiene suerte, porque cuando leo los testimonios de las miles y miles de chicas que a cada minuto cuentan cómo cuando eran niñas las tocaron, cómo cuando eran adultas las ignoraron, solo puedo identificarme con los relatos más leves, con los de acoso callejero, quizás, pero no con los graves, no con los terribles, porque mi mamá me cuidó bien. Yo soy de las que tiene suerte porque como no fumo, no me emborracho y no tiro con cualquiera, entonces sí puedo pedir a alguien fiel.

* * *

Ayer en la noche, cuando estaba por volver a casa, vi que un amigo mío, un amigo muy cercano, había compartido una imagen en Facebook.

Fuma, se emborracha y tira con cualquiera…
Pero ojo, ella quiere un hombre fiel.


Y, como era mi amigo, como ya antes habíamos hablado de eso, le contesté. Si una chica está soltera, puede hacer lo que quiera, ¿no?, le escribí. No significa que cuando esté con alguien no pueda ser fiel y que no pueda querer también a alguien fiel. Y las respuestas que recibí, no solo la suya, sino también la de un individuo que no conocía, me llenaron de una rabia que hace mucho no sentía. Una rabia que es también impotencia, impotencia porque quería responderle a mi amigo que él y yo podíamos pensar diferente pero que no por ello me tenía que tratar mal, impotencia porque quería también responderle al otro sujeto y decirle que no, que se equivocaba, que el valor de una mujer no se definía por la cantidad de chicos con los que había estado, que era hipócrita que se le exigiera a la mujer que no fume y que no tome para no perder sus derechos cuando los chicos sí podían hacerlo y hasta lo veían bien. Me llené de rabia porque no podía responderles, porque no tenía sentido hacerlo, porque solo me dirían lo mismo que ya me habían dicho antes y yo quedaría como una chica exagerada que últimamente habla mucho de los derechos de la mujer.

Y me puse a llorar. Estaba con una amiga en la cola de una pizzería y le mostré el pequeño cruce de palabras que acababa de tener en mi celular. Le conté y le dije mira, son unos idiotas, qué cólera, pero luego sentí mis ojos húmedos y la respiración agitada y no pude contener las lágrimas y empecé a llorar. Y lloré desde ese momento, con mi amiga petrificada frente a mí, sin saber qué hacer, hasta que me dormí horas después. Lloré todo el camino a casa, no miento. En la pizzería, nos sentamos, mi amiga comió y yo, sin dejar de llorar, le decía que no entendía por qué me estaba pasando eso, me secaba los ojos y, mientras se llenaban de nuevo de lágrimas, le decía que no entendía por qué estaba tan sensible, por qué lloraba por una tontería así. En el bus de vuelta a casa seguí llorando, mientras respondía los mensajes de ella y de otro amigo al que le había contado lo que había pasado y me acababa todo el paquete de pañuelos que felizmente siempre tengo conmigo. En mi casa solo estaba mi hermano, ni mis padres ni mi hermana, pero me vio así y me consoló. Seguro pensó que me había pasado algo malo, algo a mí directamente, pero felizmente cuando le conté qué había sido no me dijo que estaba exagerando, no desmereció mis lágrimas ni me ignoró. Y vimos una comedia juntos y me distraje, pero, incluso cuando me reía, las lágrimas seguían cayendo de mis ojos y yo tuve que conseguir más papel.

No fue la culpa de mi amigo, el que compartió la imagen, que yo reaccionara así, porque yo imágenes como esas las veo a cada rato y, let’s face it, ni siquiera era tan ofensiva como otras que también he visto por ahí. Lo que me chocó, lo que me llenó de rabia, fue su respuesta, su respuesta llena de superioridad, su respuesta descalificando todos mis argumentos: mujeres. Yo tengo suerte porque a mí no me va a decir puta, a mí no me va a decir que yo tampoco puedo querer un chico fiel, pero sí me puede decir que no opine porque al fin y al cabo soy una mujer. Pero no fue la culpa de mi amigo, repito, el que yo reaccionara así, porque él no sabía, no tenía idea de que yo desde hace un par de días me he dedicado a leer cada uno de los testimonios que constantemente se publican en ese maravilloso grupo de Facebook creado para organizar la marcha del 13 de agosto. Él no sabía que son miles las chicas que, a cada minuto, se animan a contar lo que les pasó cuando eran niñas, lo que les pasó después con sus esposos, con sus enamorados, lo que les pasa ahora cada vez que salen a la calle o cada vez que se quedan en el hogar. Él no sabía que no he podido dejar de pensar en todas ellas, en mí, en la suerte que he tenido a lo largo de mi vida por no haber sido tocada, violada, por no haber sido insultada, porque lo único que a mí me ha pasado es que me digan cosas en la calle y eso lo he aprendido a superar. Él no sabía que tenía ganas de llorar desde el primer testimonio que leí, que la indignación, la rabia, la cólera de vivir en un mundo en el que es normal que a las mujeres les pase lo que a mí no me ha pasado, lo que todavía no me ha pasado, era demasiado fuerte. Él no sabía que sus comentarios solo serían la gota que rebalsaría el vaso, que sus gracias solo confirmaban lo que venía pensando desde hace rato: vivimos en un mundo de mierda y todavía hay mucha gente que piensa lo contrario.

Esto no se lo escribo a mi amigo, que ya bastante sorprendido debe estar de enterarse de que me puse a llorar como una chiquilla ayer. Tampoco se lo escribo al resto de mis amigos, que seguramente pensarán que me estoy convirtiendo en alguna suerte de fanática al reaccionar así. Esto me lo escribo a mí, a mí porque me he dado cuenta de la suerte increíble que he tenido a lo largo de mi vida y porque me parece injusto que mi bienestar actual sea solo producto de la suerte y no de la sociedad. Yo tengo suerte porque nunca me han tocado, porque mi mamá, consciente del mundo asqueroso en el que vivimos, fue increíblemente protectora con sus tres hijos y exageró al cuidarnos. Pero ¿y las demás? Yo tuve suerte porque en el colegio tuve buenos amigos, porque cuando empecé a ir a mis primeras fiestas nunca estaba sola, nunca nadie se sobrepasó conmigo. Pero ¿y las demás? Yo tuve suerte porque era tímida, porque me gustaba salir pero no me gustaba tomar, porque entonces los chicos podían decirme muchas cosas pero no podían acusarme de puta, de fácil. Pero ¿y las demás?

Yo cumplo, más o menos, con los requisitos que la sociedad ha impuesto para las mujeres, porque por más geniales que hayan sido mis padres, por más que a mí y a mis hermanos nos hayan enseñado que una mujer vale tanto como un hombre, que una mujer puede llegar tan lejos como un hombre, igual nos enseñaron que un hombrecito es un hombrecito y una mujercita, una mujercita, y que no se deben comportar igual. Nadie jamás me ha dicho que yo pertenezco a la cocina, que no me coloque detrás del volante, que la mujer está hecha para servir al marido y nada más, pero sí me han dicho, y me lo han dicho siempre, que no me quede en las fiestas hasta muy tarde, que no vaya a la casa de mis amigos si están solos, que no me vista de determinada forma porque una mujercita se debe hacer respetar. Sí, una mujercita se debe hacer respetar. Y un hombrecito también. Y todos. Pero si mi valor como persona se fundamenta en la forma en que me visto o en la cantidad de alcohol que decido beber cuando salgo, entonces mejor que piensen que no valgo nada. Y si un chico me dice, me vuelve a decir, que soy una chica que vale la pena porque no he estado con muchos otros, porque soy una chica de su casa, entonces mejor que piense que no valgo la pena porque yo no soy un juguete o un carro nuevo que pierde su valor cuando alguien le da uso. Yo tengo suerte, mucha suerte, porque mis padres me han cuidado y protegido y me han enseñado cómo comportarme en una sociedad como la nuestra, me han enseñado cómo ser la chica que los chicos buscan, me han enseñado a sobrevivir. Pero al final es solo eso. Si yo quisiera en este momento ir y fumar y emborracharme y tirar con cualquiera, no podría porque, como me recordó mi amigo, entonces cuando quiera estar con alguien no podría exigir fidelidad. Yo tengo suerte porque estoy sobreviviendo, porque a mí la violencia todavía no me pega en la cara, porque me acaricia, sí, como a todas, cuando camino en la calle, cuando escucho ofensivos programas de radio, pero todavía no me noquea, todavía no me derriba contra el asiento trasero de un taxi, todavía no me sienta en sus piernas mientras me dice que es un juego, todavía no me dice que soy una puta y que me calle, todavía no me pega y me pide perdón después, como sí lo ha hecho con las miles de mujeres que todavía siguen compartiendo sus testimonios en ese increíble grupo de Facebook.

Esto me lo escribo a mí, no a mi amigo, no al resto de amigos, no a mis padres, a nadie, a mí, a mí porque no quiero esperar a que me pasen cosas terribles para darme cuenta de que el problema no somos nosotras. Yo sé que las cosas no van a cambiar de la noche a la mañana, yo sé que yo misma voy a seguir moderando mi comportamiento, yo misma, aunque trate de no hacerlo, voy a seguir juzgando a quienes desobedezcan las reglas de juego de forma excesiva, pero no tiene que ser así, no debe ser así. Yo no quiero que mi valor como persona siga siendo definido por mi capacidad de comportarme como una señorita. ¿Qué tal si ya no lo quiero ser? Si mañana decido ponerme una falda corta y alguien me violenta camino a casa, ¿va a ser mi culpa? Quiero pensar que no, quiero pensar que nadie me dirá que no me comporté como debe ser. El mundo como es hoy me da asco, me enferma, y me da rabia no poder cambiarlo en el acto. Por eso me puse a llorar ayer.

La mayoría de chicos que conozco son buenos, eso creo. La mayoría de ellos, espero, van a decirle a sus hijas, cuando las tengan, que sus vidas valen tanto como las de los hombres, que pueden lograr todo lo que se proponen, como me lo dijeron a mí. Pero probablemente también les digan, como a mí, como a todas, que, para no perder su valor, deben comportarse de cierta manera, de una manera que no se les exige a ellos. Las cosas no van a cambiar de la noche a la mañana, pero cambian tarde o temprano. O eso quiero creer. Porque del te debes comportar así para ser valorada al debes obedecer para no ser golpeada solo hay un paso. Porque si un hombre se siente con derecho de llamarte puta, de llamarte perra, de llamarte fácil, entonces más tarde se sentirá con derecho a mucho más. Porque si a mí, la chica que ha aprendido a comportarse, la chica que se ha educado y tiene la capacidad de expresarse, todavía me pueden callar diciéndome mujeres, entonces a las demás, a las que han tenido menos suerte, qué les harán por no haber nacido hombres. Por eso, por primera vez en mi vida, voy a ir a una marcha. Sí, por primera vez. Porque las cosas no van a cambiar de la noche a la mañana, pero si me quedo así, callada, si me quedo sin responder, sin hacer algo por mejorar el mundo, entonces me habré rendido, nos habremos rendido, y no podemos permitir eso.

Ni una menos.

martes, 14 de junio de 2016

El círculo de los escritores asesinos

He comenzado a leer un libro que me está gustando bastante y si bien todavía no llego ni a la mitad, quiero compartir contigo, querido lector imaginario, un pequeño extracto:
¿La emoción o las palabras, qué viene primero? Lógicamente no existiría emoción sin un medio para expresarla, no podríamos ni pensarnos sin una convención previa de signos porque los humanos no estamos hechos de órganos, huesos o carne, sino de códigos lingüísticos, de fórmulas siniestras que aparentan ordenar el caos de nuestra naturaleza salvaje. La palabras son primero. Dios, o cualquier otro de esos visionarios inmorales, creó el signo antes que el mundo dándole un poder apenas perceptible y, por lo mismo, absoluto. Nada es anterior al alfabeto.

Yo soy un poeta. Puedo comprender esa verdad oculta a los demás. Entre otras tragedias, cargo con mi anonimato: soy un poeta desconocido, un juglar sin público. Vivo y escribo en un calabozo inmundo. Dicen que maté a un joven próspero y, aunque eso es falso, no he hecho nada por desmentirlo. He preferido abandonarme al silencio digno de la escritura porque, dentro de esta fosa común, la literatura me ha salvado la vida.
Se trata de El círculo de los escritores asesinos, de Diego Trelles Paz. Es un autor peruano —ahora estoy leyendo a varios autores peruanos— que me recuerda un poquito, por lo menos hasta donde he leído, a Roberto Bolaño. Después te sigo contando.

lunes, 15 de febrero de 2016

Amores viejos, amores nuevos

Mi bicicleta y yo tenemos una relación inestable. La amo, pero no la cuido como se merece. Quiero estar todo el día, todos los días, con ella, pero, cuando llega el momento, me gana la fatiga y la flojera y la dejo de lado. La doy por sentado, supongo, y eso le hace daño a cualquiera. Y quiero que las cosas mejoren, que vuelvan a ser como antes, como cuando éramos jóvenes y teníamos el mundo por delante, pero no se puede retroceder el tiempo.

Decidí evitar el auto siempre que pudiera y eso ayudó bastante. Por un tiempo, recordamos los días maravillosos en que nos perdíamos por calles y parques y nos enfrentábamos a choferes iracundos que no podían aceptar que una jovencita como yo los pusiera en su lugar. Pero la relación no ha vuelto a ser la misma porque hemos cambiado ambas: ella ha recibido ya demasiados golpes (hace un par de semanas me chocó, por primera vez desde que empecé a andar en dos ruedas, un carro) y yo, bueno, mi vida en estos últimos años ha tomado rumbos distintos... tengo más responsabilidades, diferentes responsabilidades, y ya no puedo llevarla a todo sitio.


No quería renunciar a los beneficios que me daba la bicicleta, así que, egoístamente, lo sé, decidí buscar nuevas formas para relajarme y hacer ejercicio. Y, hace varios meses, encontré dos alternativas. Un día, de casualidad, entré a una clase que no era la mía y, como jugando, terminé adaptándome muy bien a los movimientos y a los ritmos. ¿Qué clase era? Box. Sí, ¡box! ¡Así que cuídense los malditos! No soy para nada una experta, por supuesto (creo que soy una preprepreprincipiante), pero disfruto muchísimo las secuencias de saltos, patadas y puñetes que deshacen y rehacen mi cuerpo. Porque si bien siempre he sido una niña muy torpe para los deportes (o eso pensaba), siempre disfruté el ejercicio que cansa mucho, el ejercicio que deja sin aliento. Hacer cardio hasta sentir que te mueres y luego no morirte para recuperarte lentamente... esa, para mí, es una forma de felicidad que se debería valorar más.


Pero que no te engañen los guantes de la fotografía, querido lector imaginario. Esos son de mi hermana: yo estoy aprendiendo a golpear a puño limpio. El yoga mat rosadito, en cambio, sí es mío. A diferencia del box, el yoga, la otra cosa que he estado practicando desde hace varios meses, no me agota, sino que me relaja muchísimo. Son dos opuestos perfectos. Con el yoga no busco desmayarme de cansancio; busco respirar hondo y estirarme hasta el infinito. Con el yoga no siento que hice un mal trabajo si no termino con las mejillas rojas y la respiración agitada; siento que hice un mal trabajo si estuve distraída, si no me relajé. Cada disciplina tiene sus beneficios y yo, a lo Hannah Montana cuando todavía era chévere, creo tener the best of both worlds.

¿Y mi bicicleta? Ella me entiende. Es más, ella misma me lleva a clases, cuando se puede, y me espera y me deja en casa y hace guardia en la puerta por si algún día la vuelvo a necesitar. Ella sabe que el que yo disfrute ahora también del box y del yoga no significa que la aprecie a ella menos. Para nada. A mi bicicleta yo la adoro. Ni el box ni el yoga han pasado tantas cosas conmigo como ella (en serio, el otro día casi me matan... debería haber apuntado la placa del idiota que me chocó).

martes, 9 de febrero de 2016

Seeking Reassurance

Quiero estudiar una Maestría en Literatura en San Marcos. Sí. Literatura en San Marcos. Y si bien eso hoy lo tengo claro, hasta hace unos meses lo único que sabía era que quería estudiar Literatura, no me importaba ni cómo ni dónde ni cuándo.

Lo primero que se me ocurrió, al terminar el pregrado, fue hacer una segunda carrera. En mi propia universidad, no necesitaba postular de nuevo ni volver a llevar Estudios Generales, así que parecía perfecto. Pero después un amigo me dijo (hasta ahora no sé si es cierto) que cuando haces una segunda carrera siempre te ponen en la escala más alta y, bueno, eso complicaba las cosas un poco, ¿no? Lo que me terminó de desanimar, sin embargo, no fue la pensión superarchihipermegacara de la Católica (lo siento, Pontificia, te quiero, pero eres bien carita), sino la idea de volver a pasar tres o cuatro años estudiando con gente más joven que yo. Yo sé que no soy la madurez en persona, pero ¿estudiar con chicos y chicas que acaban de salir del colegio? No, definitivamente no.

Entonces decidí hacer una maestría. El problema con ello (y puede que por eso no haya sido mi primera opción) era que se suponía que yo ya iba a hacer una maestría en mi propia especialidad. Por méritos académicos y etcétera, etcétera, tenía la posibilidad de postular a la Escuela de Posgrado de mi universidad y estudiar la Maestría en Historia con una beca que cubría todos los derechos académicos. Era perfecto. El único problema era el siguiente: ¿cuándo iba a estudiar lo que desde hace tiempo quería si no lo hacía ya? Podía hacer primero una maestría, luego la otra, pero ¿cuál primero? Podía hacerlas al mismo tiempo, pero ¿hacer las cosas a medias?, ¿solo porque sí? En algún momento iba a tener que escoger con cuál me quedaría. Y en el fondo yo ya sabía cuál sería. Lo que hice, entonces, fue preguntar si esa beca que me ofrecían no me la podían dar para Literatura en vez de Historia y no, no se podía. Pregunté, de todas formas, si no se podía hacer una excepción, si no había alguna otra alternativa y no, lo sentían mucho, no la había.

Lamentablemente, una pensión de la Católica son dos pensiones de San Marcos, en posgrado, así que, cuando hace unas semanas no pude aplazar más el momento de tomar una decisión, le agradecí a la persona de mi universidad con la que había estado intercambiando los correos y le informé que ya no iba a continuar con el proceso de admisión. Me dio mucha pena, pero decisión es negación, ¿no?

Quiero estudiar una Maestría en Literatura en San Marcos, decía. La Maestría la pagaré yo y las consecuencias de mis decisiones las viviré yo, así que no le debo explicaciones a nadie, pero, por alguna razón, cada vez que converso con alguna persona que conoce más o menos mis planes, siento la necesidad irracional de justificar mi elección. Siento la necesidad de explicar que no es una decisión ligera e irresponsable el dejar pasar la beca que me ofrecen, sino que en serio lo he pensado, que en serio he imaginado todos los escenarios y que ese para mí es el mejor camino. Siento la necesidad de explicar que de verdad creo poder encontrar una buena formación en San Marcos, que no solo es por el costo de las pensiones (aunque sí sea un factor importante), sino que, desde que estaba en el colegio y me imaginaba estudiando Literatura, San Marcos siempre fue mi primera opción. Siento la necesidad de explicar, por último, que no se trata solo de estudios, que también se trata de nuevas experiencias, que adoro mi universidad y que adoro mi carrera, pero que la idea de descubrir temas nuevos en contextos y ambientes nuevos es demasiado atractiva como para simplemente dejarla ir.

Cuando era niña, desde el tercer grado de primaria, pude escoger los colegios en los que estudiaba. Mis padres respetaban mi opinión y a mí eso me encantaba. Cambiaba colegios cada uno o dos años y nunca me fue mal. Y te voy a explicar, querido lector imaginario, qué tiene que ver esto con todo lo que te acabo de contar. Ya no seré la niña pequeña que sorteaba sus colegios porque le gustaba empezar constantemente de cero, pero algo de ella todavía queda, y lo que quiero ahora, lo que he querido todo el tiempo, es exponerme otra vez a los cambios y a las nuevas experiencias. La universidad, pienso, es solo una esfera.

Así que la próxima vez que alguien me frunza el ceño cuando pronuncie el nombre de la prestigiosísima Universidad Nacional Mayor de San Marcos, bueno, probablemente igual me vuelva a poner nerviosa y no sepa qué responder, como a veces me pasa. Pero no importa, porque por lo menos por escrito estoy dejándolo todo muy claro... o algo.

viernes, 5 de febrero de 2016

La lectura according to Darnton

Hay un fragmento en uno de los trabajos de Robert Darnton que recuerdo siempre que quiero explicar lo difícil que es el estudio de la lectura y la recepción. ¿No sabes quién es Robert Darnton, querido lector imaginario? Robert Darnton es un historiador americano especializado en la historia del libro, un campo de investigación relativamente reciente, cuyo principal objetivo es entender la forma en que las ideas se han transmitido por medio de la palabra impresa y cuál ha sido el efecto de su difusión. Él es, de hecho, uno de mis historiadores favoritos (sí, aparentemente tengo historiadores favoritos), pues no solo estudia los temas que más me interesan en lo que concierne a esa disciplina sino que, además, escribe muy bien (claro y bonito, como debe ser).


El fragmento que recuerdo siempre, y que de hecho busqué justo hoy para citarlo en un trabajo que estoy realizando (¡no al plagio!), es el que reproduzco para ti líneas abajo. Se encuentra en un ensayo titulado "Los lectores le responden a Rousseau: la creación de la sensibilidad romántica", como parte de La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa, un libro de historia que, a diferencia de muchos, no es para nada aburrido. A ver si lo encuentras interesante. En mi opinión, es altamente ilustrativo.
Cuando los philosophes decidieron conquistar el mundo deslindándolo, sabían que su éxito dependía de su capacidad para imponer su punto de vista a las mentes de sus lectores. Pero ¿cómo se realizó esto? ¿Qué se leía realmente en Francia en el siglo XVIII? La lectura continúa siendo un misterio, aunque leemos todos los días. Esta experiencia es tan familiar que parece perfectamente comprensible. Pero si realmente pudiéramos comprenderla, si pudiéramos entender cómo percibimos el significado por medio de esos pequeños signos impresos en una página, podríamos empezar a penetrar en el profundo misterio de cómo la gente se orienta en el mundo de los símbolos que le ofrece su cultura. Aun entonces no podríamos suponer cómo otra gente ha leído en otras épocas y lugares. Una historia o antropología de la lectura nos obligaría a enfrentarnos a la otredad de las mentalités extrañas. Por ejemplo, considérese el lugar que ocupa la lectura en los ritos de los muertos de Bali.
Cuando los habitantes de Bali preparan un cadáver para enterrarlo, se leen historias mutuamente, historias comunes de recopilaciones de sus cuentos más familiares. Leen sin parar, 24 horas al día, durante dos o tres días, y no porque necesiten distracción, sino debido al peligro de los demonios. Los demonios se apoderan de las almas durante el periodo vulnerable que sigue inmediatamente después de una muerte, pero las historias los mantienen alejados. Como las cajas chinas o los jardines laberínticos ingleses, estas historias contienen cuentos dentro de los cuentos, de tal manera que el individuo que empieza a leer uno entra al otro, pasando de una trama a otra cada vez que llega a una esquina, hasta que por último llega al centro del espacio narrativo, que corresponde al lugar que ocupa el cadáver en el patio interior de la casa. Los demonios no pueden penetrar en este espacio porque no pueden dar vuelta en las esquinas. Se golpean la cabeza inevitablemente con la maza narrativa que los lectores han levantado, y por ello la lectura ofrece una especie de fortificación que rodea el rito balinés. Crea una muralla de palabras, que funciona como la estática de las transmisiones de radio. No divierte, ni instruye, ni cultiva ni ayuda a pasar el rato: protege a las almas mediante la trama narrativa y la cacofonía de los sonidos.
La lectura quizá nunca ha sido tan exótica en Occidente, aunque el uso de la Biblia (en la toma de juramentos, en las confirmaciones y otras ceremonias) desde luego podría parecer extravagante a los balineses. Pero este ejemplo balinés ilustra un aspecto importante: nada puede ser más erróneo en un intento de recapturar la experiencia de la lectura del pasado que suponer que la gente siempre ha leído como lo hacemos hoy día. Una historia de la lectura, si pudiera escribirse, registraría el extraño elemento de la forma como un hombre le ha encontrado sentido al mundo. Leer, a diferencia de la carpintería o el bordado, no solo es una habilidad, sino la actividad de encontrar sentido dentro de un sistema de comunicación. Comprender cómo leían libros los franceses en el siglo XVIII es comprender cómo pensaban; esto es, aquellos que podían participar en la transmisión del pensamiento por medio de los símbolos impresos.
Esta tarea puede parecer imposible porque no podemos mirar sobre los hombros de los lectores del siglo XVIII e interrogarlos como un psicólogo moderno puede interrogar hoy día a un lector. Solo podemos indagar lo que se conserva de esta experiencia en las bibliotecas y en los archivos, y aun entonces rara vez podremos ir más allá del testimonio retrospectivo de unos cuantos grandes hombres acera de unos cuantos libros importantes.

Extraído de: Robert Darnton, “Los lectores le responden a Rousseau: la creación de la sensibilidad romántica”, en La gran matanza de los gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa. México, D. F.: Fondo de Cultura Económica, 1987, pp. 216-217. Título original del libro: The Great Cat Massacre and Other Episodes in French Cultural History.