martes, 10 de diciembre de 2013

El parámetro narrativo cuatro años atrás

Estuve hurgando entre mis archivos y, como siempre es bueno reciclar (aunque en este caso no tenga nada que ver con el medio ambiente), copiaré aquí un extracto de un texto que escribí ya bastante tiempo atrás.

El parámetro narrativo
El problema de la crítica y de la corrección

Escribir es un acto de creación y de crítica. En mi caso, la crítica, la autocrítica, viene cargada de inseguridad y miedo por la falta de experiencia y, por supuesto, de confianza que tengo. Es normal que este miedo que experimento cada vez que me vuelvo la crítica de mis propios textos salga a flote, creo yo, pues es casi imposible que el escritor no piense en ningún instante que su futuro lector pueda odiar sus palabras, o, peor aun, considerarlas insignificantes y malas. El miedo a la crítica es natural, y no solo en este arte, sino en todas las facetas de la vida humana, y, así también, cada persona lo experimenta en menor o mayor medida. La crítica es, pues, inseparable de toda forma de expresión humana, y, a pesar de su carácter pretencioso, es absolutamente necesaria. Es tan necesaria que no tenemos que esperar a que un tercero emita un juicio sobre lo realizado sino que nosotros mismos, autores de nuestras obras, nos autocriticamos como actividad inherente al acto de creación. Y, sin embargo, existe un problema con respecto a la crítica que nace de la propia dificultad para definir la literatura: si no sabemos con certeza qué es esta, bajo qué parámetros juzgaremos su práctica. Incluso con las ideas contemporáneas de que la obra artística no está regida por parámetros, cuando un crítico —ya sea uno experimentado o uno aficionado— la considera buena o mala, su juicio está regido por determinados parámetros, explícitos o implícitos. La crítica, la verdadera crítica, está siempre basada en ideas que el crítico considera las mejores, ya sea de forma deliberada o involuntariamente. Considero que la crítica sin parámetros no existe, pues dejaría de ser crítica para no ser más que una enunciación caprichosa y sinsentido sobre algo. La crítica tendrá siempre parámetros que, si bien muchas veces no son claros ni para el mismo crítico, están ahí y son los responsables de que una opinión se pueda formular. Sin parámetros no tendríamos opinión; sin una idea, un referente, de lo que queremos juzgar no podríamos emitir juicio alguno. Sin embargo, es importante no confundir la idea de parámetro en este contexto —el de emitir una crítica, un juicio u opinión— con la del parámetro establecido consensualmente para otros aspectos. Si bien la esencia es la misma, en el primer sentido solo se hace referencia a la idea vaga, no definida, que, si bien influenciada por el segundo sentido, da origen a nuestras opiniones con respecto a algo; en el segundo sentido ya estaríamos introduciéndonos en el ámbito de las convenciones culturales del que hablaré, probablemente, después. Entonces, si estos parámetros, en el primer sentido, son los responsables de la crítica de un individuo, cómo podríamos hablar de la crítica en forma general, sin hacerla demasiado subjetiva. La respuesta hasta yo la sé: es gracias a aquella palabrilla que mencioné líneas antes sin darle mucha importancia: el consenso. Entre consenso y convención hay una gran relación, el primero lleva a la segunda; no tendríamos convenciones culturales de no tener un consenso. Este sería el segundo sentido de parámetro al que me refería, un parámetro compartido, casi común. Cabe aclarar que no quiero decir que un sentido de la palabra derive del otro, sino que ambos están tan relacionados entre sí —es más, es una extrañeza mía el querer distinguir dos sentidos de la palabra— que el primer sentido da origen al segundo y el segundo también da origen al primero. Su esencia, como dije, es la misma; el parámetro es un parámetro en los dos casos, sin embargo me era necesario diferenciar las mínimas características entre lo individual y lo general para poder explayar el punto al que ya me voy acercando. Las convenciones, ergo, el consenso, fueron toda la base de la crítica por muchísimos años. No se aceptaba como bueno nada que no siguiera fielmente los parámetros convencionales —nunca hubo mejor palabra— que se tenían; pero, por supuesto, las sociedades cambian y las convenciones también. Los escritores, y todos los artistas, transgredieron los parámetros del momento imponiendo sus propias ideas, parámetros en el primer sentido, el individual, y transformando, a su vez, los parámetros establecidos en el momento, los generales, digamos. Es fácil comprender cómo este fenómeno sucede —no puede no suceder—, pues nuestra propia naturaleza nos impulsa a buscar más a allá de lo que vemos y conocemos, a dudar de todos y todo, al cambio constante. Sin embargo, el embrollo está en tratar de ubicar a la literatura en este fenómeno de la humanidad sin convertirla en una actividad totalmente personal, que no se comparte y cuya única forma de crítica sea la autocrítica. Cómo definir hasta qué punto debemos seguir los parámetros del contexto y hasta qué punto debemos seguir con nuestros parámetros propios, muchas veces innovadores. Cómo saber cuándo es pertinente criticar transgresivamente y cuándo es mejor seguir las convenciones. Cuándo, cómo y por qué algo es mejor.

Lima, 26 de agosto de 2009

A este texto lo precedía una reflexión, un comentario, más bien, sobre la naturaleza de la literatura y sobre lo difícil de su definición. Digo ahí que la literatura está definida tanto por los recursos artísticos como por las convenciones culturales y hablo un poquito de la relación entre aquellos dos. Hubiera copiado aquí también ese extracto, pero me da vergüenza el intento de lenguaje académico que en él trato de usar (sí, incluso más atropellado y enredado que en el extracto que acabo de citar). Lo rescatable, en todo caso, es aquella pregunta que hasta ahora a veces me hago y que probablemente nunca nadie se dejará de hacer: a qué podemos llamar literatura y a qué no. Vamos, querido lector imaginario, dame tú también tu opinión.

jueves, 5 de diciembre de 2013

Acoso callejero... no, no, no, no, no

Te voy a contar una pequeña historia, querido lector imaginario.

Todos los días, después de mis clases de italiano, regreso a mi casa caminando. La caminata no dura ni quince minutos y la zona por la que camino es relativamente tranquila, así que, entre los vecinos que pasean a sus perros en pijama y los estudiantes y trabajadores que, como yo, están pensando en la cena que los espera en su casa, hasta se podría decir que la disfruto. Todos los días recorro las mismas calles por quince minutos, casi siempre con los audífonos en mis oídos, cantando canciones que he cantado mil y una vez. Pero todos los días, justo antes de cruzar una calle en específico, mi feliz paseo se ve interrumpido por el miedo de que el idiota de siempre esté ahí otra vez.

Ya sabes de qué estoy hablando, ¿verdad? Acoso callejero. Nadie me ha tocado jamás, felizmente, pero no por eso creo que a esta situación no se le deba llamar por su nombre: acoso callejero, acoso verbal, acoso sexual, acoso.

Cuando un desubicado como este aparece, lo que normalmente hago es ignorarlo. Cuando camino, casi siempre tengo los audífonos puestos, así que o no escucho exactamente lo que me dicen o lo escucho pero puedo pretender que no. Pero altera de todas maneras. Molesta muchísimo en ambos casos. No solo es la rabia y la frustración, sino la angustia. ¿Exagero? No lo creo. Si tú, querido lector imaginario, no te has encontrado en esas circunstancias, no te atrevas a menospreciar la situación.

Todos las noches debo regresar a casa sabiendo que es muy probable que en cierta zona me interrumpa uno de esos idiotas desubicados y maleducados que pululan por ahí. Sé que no me pasará nada, sé que aquel idiota es muy cobarde para atreverse a hacer algo, pero lo que sale de su boca es también una forma de agresión. Todas las noches, justo antes de llegar a aquella esquina, recuerdo que puede aparecer aquel guardia de seguridad (porque irónicamente se supone que ese sujeto se ocupe de que las personas se sientan más seguras) y me altero y realmente no me importa si alguien dice que exagero porque creo que nadie tiene derecho a alterar a otra persona así.

A veces aparece, a veces no. Esta noche apareció, pero yo, en vez de ignorarlo, decidí mandarlo a la mierda de una buena vez (pero muy educadamente, por supuesto). Como siempre, desde lejos (porque los muy cobardes pocas veces se atreven a acercarse mucho), me dijo algo que pude haber pretendido no oír. Preciosura-no-sé-qué. Mamita-no-sé-cuanto. Como siempre, me dio mucha cólera. La diferencia fue que esta vez, en vez de continuar mi camino, me detuve, giré sobre mis talones y lo enfrenté. ¡Lo enfrenté! Y por eso estoy tan orgullosa. Enfrenté a aquel cobarde como creo que desde hace tiempo lo debí hacer. No me giré y empecé a gritarle, sino que me giré y, con paso firme (felizmente mis pies no flaquearon), fui hasta donde él se encontraba y le dije (y cito): oye, idiota, si me sigues molestando voy a traer a un policía. El chico, porque recién en ese momento, al tenerlo a un metro de distancia y mirarlo a la cara, me di cuenta que era un chico de una veintena de años, se turbó. Yo me di media vuelta apenas terminé de pronunciar mi frase célebre y emprendí mi marcha de nuevo. Escuché que me respondía torpemente que si quería le trajera a la policía (felizmente a él su voz sí le flaqueó), así que, sin detener mi marcha, levanté una mano y le enseñé mi precioso dedo medio.

Eso último sí fue infantil, lo admito, pero, bueno, nada es perfecto. Y además, si bien estaba contenta por mi propio atrevimiento, no sentía que había ganado la batalla completamente. Voy a traer a un policía, le había dicho y probablemente él pensó que eran solo palabras. Ya pues, pensé media cuadra más adelante, voy a traer a un policía de verdad. Así que me encaminé hasta la caseta de la policía municipal más cercana, felizmente no tuve que desviarme mucho, y le dije al policía que encontré que había un sujeto que no me dejaba de molestar.

El secreto está en decirlo con seriedad. El secreto está en creer realmente que tienes derecho a quejarte, que es una falta grave y que la policía o cualquier figura de autoridad tiene la obligación de ayudarte porque el acoso es algo que se puede y debe sancionar. El policía me escuchó, me evaluó por una fracción de segundo y me dijo que lo llevara hasta donde se encontraba el individuo aquel. Así que regresé sobre mis pasos, con el policía a mi costado, y, como obviamente el sujeto se había alejado, le indiqué quién era a lo lejos. El policía me dijo que lo esperara un momento mientras él se acercaba a hablar y yo obedecí, aunque en ese momento tenía muchas ganas de enfrentarlo otra vez (la adrenalina, tal vez). Vi cómo conversaban a lo lejos y quise que el chico me viera viéndolos. Adopté una postura que demostrara confianza (un rato con los brazos en las caderas, otro rato con los brazos cruzados) y me fue fácil hacerlo en ese momento. El policía me hizo una seña con la mano para que me acercara y yo lo hice inmediatamente, siempre con el paso decidido, y recién sentí que había ganado la batalla, ahora sí de verdad, cuando volví a ver al chico a la cara y este bajó la mirada avergonzado.

¿Por qué estaba avergonzado? Mi teoría: porque en el fondo sabía que yo tenía la razón. Y no, no quiero decir que haya reflexionado y se haya dado cuenta de que no está bien molestar a las mujeres de esa manera, que puede parecer algo inocente pero que altera la vida de las personas de una forma real. Quiero decir que sabía que era una falta, que tenía miedo, que sabía, aunque probablemente no estaba seguro (yo tampoco en temas legales sé muy bien cómo funcionan las cosas), que yo podía quejarme y que podía, si quería, llevar las cosas a otro nivel. Sabía que podía causarle problemas, eso quiero decir, y, como todos son muy cobardes, se asustó.

El chico, como ya dije, tenía una veintena de años, como yo. Le volví a decir, ahora con el policía a mi lado, que no se atreviera a molestarme de nuevo, con la voz firme, pero educadamente (prescindiendo del dedo medio esta vez). Él, con su supervisor al lado, porque el supervisor apareció cuando yo aparecí con el policía, me volvió a pedir disculpas y prometió que no volvería a pasar. Qué otra cosa podía hacer.


Estará ahí todavía, porque trabaja ahí, pero, como ahora sí siento que gané la batalla, creo que podré pasar ese tramo sin que la angustia me invada, sin tener que preguntarme si aparecerá o no, si dirá algo o no, si yo haré algo o no. Hace una gran diferencia el saber que yo ahora puedo pasar con la cabeza muy en alto, sin pretender que no veo o no escucho y que él, en cambio, probablemente se alejará y bajará la cabeza si me ve pasar.

¿Y si vuelve a molestarme? Bueno, la caseta de la policía no está muy lejos y creo que, si vuelve a suceder, tengo todo el derecho del mundo de volver a quejarme una y otra vez. Y no, no exagero.

sábado, 30 de noviembre de 2013

Edilberto Torres and the reason I'm always late

Leí la nueva novela de Mario Vargas Llosa hace un par de días. Se llama El héroe discreto y cuenta de manera paralela las historias de los peruanos Ismael Carrera y Felícito Yanaqué. Se llama El héroe discreto y no El héroe indiscreto como por varios días lo pensé.

Es mucho lo que puedo decir sobre El héroe discreto, pero como otros más expertos que yo se ocupan ya de esos asuntos yo me limitaré aquí a mencionar dos puntos, probablemente los menos relevantes, que llamaron mucho mi atención. El primero: ¿quién es Edilberto Torres? Por favor, por favor, por favor, alguien dígame quién es. El final del libro aparentemente lo aclara todo, pero es difícil aceptar la explicación que se nos ofrece después de todo el misterio que se ha armado alrededor de este personaje. La identidad de Edilberto Torres, su propia existencia, es un tema que para mí no ha quedado resuelto. Hasta se me ocurrió que su aparición en esta novela puede tratarse de un preámbulo, de una presentación para intrigar a los lectores, para después, en otra novela, probablemente, dedicarse enteramente a él. Quién eres, Edilberto Torres, en serio lo quiero saber.

Lo segundo que me llamó la atención también es algo secundario. Es una cita, una cita que reproduciré (espero que sin romper ninguna ley) aquí:
Al principio, recién casados, cuando empezaron a vivir juntos, creía que su mujer se retrasaba por mera desgana y desprecio a la puntualidad. Tuvieron por ello discusiones, enojos, pleitos. Poco a poco, don Rigoberto, observándola, reflexionando, advirtió que aquellas demoras de su mujer a la hora de salir a cualquier compromiso no eran un hecho superficial, una dejadez de señora engreída. Obedecían a algo más profundo, un estado ontológico del ánimo, porque, sin que ella fuera consciente de lo que le sucedía, cada vez que tenía que abandonar algún lugar, su propia casa, la de una amiga donde estaba de visita, el restaurante donde acababa de cenar, se apoderaba de ella un desasosiego recóndito, una inseguridad, un miedo oscuro, primitivo, a tener que irse, partir, cambiar de lugar, y se inventaba entonces toda clase de pretextos sacar un pañuelo, cambiar de cartera, buscar las llaves, comprobar que las ventanas estaban bien cerradas, la televisión apagada, si la cocina no había quedado encendida o el teléfono descolgado, cualquier cosa que atrasara unos minutos o segundo la pavorosa acción de partir.
Genial, ¿no?, especialmente para las personas que, como yo, tienen muchas dificultades para llegar a todo sitio a tiempo, no porque no sea posible, no por una mala suerte constante e increíble, sino porque, como para doña Lucrecia, desplazarse de un lugar a otro se convierte en un ritual que a veces es difícil de cumplir. Ese desasosiego recóndito, ese miedo oscuro, primitivo, se extiende, en mi caso, y probablemente también en el de muchas personas más, no solo a irse, sino también a llegar. Miedo a llegar a un lugar nuevo, un lugar nuevo porque no estás ahí, un lugar que puede ser todos los días nuevo. Así que eso diré de ahora en adelante cada vez que llegue tarde y, si alguien me dice que se trata de una simple excusa, diré que Mario Vargas Llosa respalda completamente mi argumento.

Eso es todo por ahora. Esta no es la mejor obra de Mario Vargas Llosa (Conversación en La Catedral sigue siendo mi favorita), pero es buena y, por qué no, bastante entretenida. Una novela que, como leí por ahí (por aquí), pueden disfrutar tanto los que ya han leído al Premio Nobel antes como los que lo hacen por primera vez.

Así que a leer, querido lector imaginario, a leer, a leer.

martes, 26 de noviembre de 2013

La fiesta democrática limeña de Saramago

¿Has leído a José Saramago? Por supuesto que sí, querido lector imaginario, no me vas a decepcionar a estas alturas, ¿no? Si no, necesitas correr a una librería en este momento y comprar Ensayo sobre la ceguera, La caverna y El evangelio según Jesucristo ahora mismo. Lo digo en serio, ve, ve de una vez. Son libros que necesitas leer. Yo aquí te espero.

¿Listo? Genial. Otro día los comentamos, porque ahora quiero concentrarme en otro libro, Ensayo sobre la lucidez, ¿lo has leído? Esta, para mí, no es la mejor obra de Saramago. No, no, no, al contrario. Cuando la leí (porque era imposible no leerla después de haber quedado encantada con Ensayo sobre la ceguera), tuve la impresión de que había sido escrita en un solo día, sin planearse en absoluto. Pensé que la prosa de Saramago era tan buena que podía darse el lujo de hacer eso, de escribir porque le daba la gana y terminar con algo medianamente bueno. Cuando terminé el libro lo guardé y no volví a pensar más en él.

Hasta ahora.

Susana Villarán
Resulta, querido lector, que Ensayo sobre la lucidez se basó en los hechos acontecidos en Lima a lo largo de este (des) afortunado año. O tal vez sucedió al revés. Tal vez sucedió que los gloriosos habitantes de la otrora Ciudad de los Reyes, de la llamada Perla del Pacífico (de Lima la gris, para los conocidos), decidieron escenificar esa rara historia que Saramago imaginó. Eso tendría más sentido, ¿no? Que un buen día un par de señores despertaron y decidieron que sería interesante llevar a cabo este experimento social. Revoquemos a nuestra alcaldesa, dijeron entusiasmados y empezaron una campaña que lamentablemente tuvo éxito hace ya varios meses atrás. Entonces se convocaron las elecciones y los limeños se dieron cuenta de lo absurdo que era gastar millones y millones de soles en el capricho de un par de políticos (o tal vez simplemente les molestó mucho que los obligaran a ir a votar un domingo). Pero entonces fue muy tarde. Entonces la propaganda absurda había comenzado. Entonces los limeños, para no pagar la multa, tuvieron que ir a votar ese domingo. Entonces los limeños, porque ya no quedaba de otra, tuvieron que decidir si su alcaldesa se quedaba en su cargo o no.

Se quedó. Sí. Hurra. Genial. Gastamos dinero que no tenemos en un proceso ridículo, pero por lo menos reaccionamos a tiempo. O casi. Porque, como varios regidores sí fueron revocados (porque no todos los electores supieron bien qué cosa debían marcar ese día, porque no todos quisieron llenar las más de cuarenta casillas), debían realizarse otras elecciones más para elegir a los nuevos. Genial. Genial. Sigamos gastando dinero que no tenemos. Felizmente no lo necesitamos para tonterías como reformar el sistema de transporte público o invertir en la seguridad ciudadana, ¿no? Un par de millones menos, un par de cientos de millones menos, no le hacen daño a nadie, ¿no?

Sí, sí, lo sé: no es como en la novela de Saramago. Pero si has leído esa obra y has seguido este hermoso proceso de revocatoria entonces no podrás decir que no la recordaste si quiera un poquito. En especial por algo. Yo había decido no votar por ningún partido. No solo porque ninguno me había convencido, sino porque era una muestra de protesta, una forma de decir que todo aquello me parecía ridículo. El problema era que, si los votos en blanco o viciados eran la mayoría, entonces se tendrían que realizar elecciones de nuevo. ¿Ahora sí? ¿Ahora sí vez la lucidez? Felizmente en Lima no fue necesaria una intervención como la que se hace en la ciudad de Saramago. Felizmente en Lima el chiste de la revocatoria terminó el domingo pasado. Pero el chiste nos salió bastante caro. A mí no me gustó haber sido obligada a ser parte de una parafernalia a la que algunos periodistas todavía llaman fiesta democrática. No me gustó tener que darle mi voto a un partido simplemente porque si no lo hacía corríamos el riesgo de que este proceso se repita una vez más. Quizás hubiera sido mejor haber votado en blanco, para seguir escenificando la novela. Hubiera habido nuevas elecciones, y nuevas, y nuevas, pero por lo menos hubiera quedado muy claro que la revocatoria fue una completa estupidez. Por lo menos para mí lo fue.

Ahora olvidemos eso y, en serio, lee a Saramago.