—Ah, mi querido padre —le digo yo, sentado en el poyo, descansando la barbilla en la empuñadura de mi bastón, mientras él atiende a sus lechugas—. No me parece que sea tiempo, éste, de escribir libros, ni siquiera por diversión. En la literatura, como en todo lo demás, me limito a repetir mi acostumbrado estribillo: ¡Maldito sea Copérnico!—¿Pero a ver, qué pinta Copérnico? —exclama el padre Eligio, subiéndose la falda del hábito, el rostro encendido bajo el maltrecho sombrero de paja.—Pinta, padre, pinta. Porque cuando la tierra no giraba...—¡Y dale! ¡Pero siempre ha girado!—No es verdad. El hombre no lo sabía y por lo tanto era como si no girase. Para mucha gente, aún hoy, no gira. Se lo hice saber el otro día a un viejo campesino y ¿sabe usted lo que me contestó? Que era una buena excusa para los borrachos. Además, y con perdón, precisamente usted no irá a poner en duda que Josué paró el sol. Pero dejemos eso. Lo que yo digo es que, en los tiempos en que la tierra no giraba y el hombre, vestido de griego o de romano, tanta ostentación hacía y tan alto concepto tenía de sí mismo y tan satisfecho se sentía de su propia dignidad, sí creo que podía tener buena acogida una narración minuciosa y llena de detalles inútiles. ¿Es cierto o no que en Quintiliano se lee, como usted me ha enseñado, que la historia debería hacerse con el propósito de contarla y no de demostrarla?—No lo niego —responde el padre Eligio—, pero no es menos cierto que nunca se han escrito libros tan minuciosos, tan atentos a los más recónditos detalles, como desde que, según dice usted, la tierra se puso a girar.—¡Sí, bueno! El señor conde se levantó temprano, a las ocho y media en punto... La señora condesa se puso un vestido lila con profusa guarnición de encajes en el cuello... Teresina se moría de hambre... Lucrecia tenía mal de amores... ¡Oh, Santo Dios! ¿Pero qué quiere usted que me importe todo eso? ¿Es verdad o no es verdad que nos hallamos sobre una peonza invisible, a la que sirve de cordel un hilillo de luz del sol, sobre un granito de arena enloquecido que gira, gira y gira, si saber por qué, sin llegar nunca a ningún destino, como si le divirtiera girar así, haciéndonos sentir ora un poco más de frío, ora un poco más de calor, y haciéndonos morir —a menudo con la conciencia de haber cometido un cúmulo de fútiles tonterías— después de cincuenta o sesenta vueltas? Copérnico, mi buen padre Eligio, Copérnico ha arruinado a la humanidad, irremediablemente. Ya todos hemos ido aprendiendo a asumir la novedad, la concepción de nuestra infinita pequeñez, a considerarnos, con todos nuestros magníficos inventos y descubrimientos, menos que nada en el Universo. ¿Y qué valor quiere usted entonces que tengan las noticias, no digo ya de nuestras miserias particulares, sino de las grandes calamidades? Historias de gusanillos, las nuestras, ahora. ¿Ha leído lo de esa pequeña catástrofe en las Antillas? Nada, que la tierra, pobrecilla, cansada de dar vueltas —como dice el canónigo polaco— sin ninguna finalidad, ha sufrido una pequeña sacudida de impaciencia y ha resoplado algo de fuego por una de sus bocas. A saber qué habrá sido lo que le ha provocado esa especie de bilis. Quizá la estupidez de los hombres, que no habían sido nunca tan cargantes como ahora. En definitiva: varios miles de gusanos chamuscados. Y los demás a tirar para delante: a ver quién se acuerda.
La cita es de El difunto Matías Pascal, de Luigi Pirandello. El libro lo leí para un curso de literatura italiana que llevé como electivo en la universidad (fue, para mí, el curso más importante del ciclo). Lo recomiendo muchísimo, no solo por reflexiones cómo esta que se cuelan en el relato sino también por el relato en sí mismo, que es increíblemente interesante y bastante entretenido. Entonces, ¿qué piensas, querido lector imaginario? ¿También, tal vez de forma no tan clara, se te ha ocurrido lo que se expresa en la cita anterior? Tal vez también te ha desconcertado la idea y, aunque tal vez sin maldecir a Copérnico, has, por una fracción de segundo, dejado de creer que todo lo que sucede en el mundo, en este pequeño e insignificante mundo, tiene sentido. Tal vez tú también lo olvidaste pronto porque sería increíblemente difícil (¿o increíblemente fácil?) vivir con una idea como esta metida todo el tiempo en la cabeza. Mejor termina de leer la cita y disculpa mi interrupción.
El padre Eligio Pellegrinotto, sin embargo, me hace notar que, por muchos esfuerzos que hagamos con la cruel pretensión de extirpar, de destruir las ilusiones que la próvida naturaleza ha creado en bien nuestro, nunca lo conseguimos. Afortunadamente, el hombre se abstrae con facilidad.Eso es cierto. Nuestro ayuntamiento, ciertas noches marcadas en el calendario, manda no encender las farolas, dejándonos muchas veces —si está nublado— a oscuras. Lo que quiere decir que, en el fondo, aún hoy creemos que la luna no está en el cielo sino para darnos luz de noche, lo mismo que el sol de día, y las estrellas para ofrecernos un espectáculo sensacional. Seguro. Y a menudo y de buen grado olvidamos que somos átomos infinitesimales y nos da por respetarnos y admirarnos unos a otros, y somos capaces de zurrarnos por un pedacito de tierra o de dolernos de ciertas cosas que, caso de estar realmente imbuidos de lo que somos, tendrían que parecernos inconmensurables trivialidades.
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