lunes, 15 de febrero de 2016

Amores viejos, amores nuevos

Mi bicicleta y yo tenemos una relación inestable. La amo, pero no la cuido como se merece. Quiero estar todo el día, todos los días, con ella, pero, cuando llega el momento, me gana la fatiga y la flojera y la dejo de lado. La doy por sentado, supongo, y eso le hace daño a cualquiera. Y quiero que las cosas mejoren, que vuelvan a ser como antes, como cuando éramos jóvenes y teníamos el mundo por delante, pero no se puede retroceder el tiempo.

Decidí evitar el auto siempre que pudiera y eso ayudó bastante. Por un tiempo, recordamos los días maravillosos en que nos perdíamos por calles y parques y nos enfrentábamos a choferes iracundos que no podían aceptar que una jovencita como yo los pusiera en su lugar. Pero la relación no ha vuelto a ser la misma porque hemos cambiado ambas: ella ha recibido ya demasiados golpes (hace un par de semanas me chocó, por primera vez desde que empecé a andar en dos ruedas, un carro) y yo, bueno, mi vida en estos últimos años ha tomado rumbos distintos... tengo más responsabilidades, diferentes responsabilidades, y ya no puedo llevarla a todo sitio.


No quería renunciar a los beneficios que me daba la bicicleta, así que, egoístamente, lo sé, decidí buscar nuevas formas para relajarme y hacer ejercicio. Y, hace varios meses, encontré dos alternativas. Un día, de casualidad, entré a una clase que no era la mía y, como jugando, terminé adaptándome muy bien a los movimientos y a los ritmos. ¿Qué clase era? Box. Sí, ¡box! ¡Así que cuídense los malditos! No soy para nada una experta, por supuesto (creo que soy una preprepreprincipiante), pero disfruto muchísimo las secuencias de saltos, patadas y puñetes que deshacen y rehacen mi cuerpo. Porque si bien siempre he sido una niña muy torpe para los deportes (o eso pensaba), siempre disfruté el ejercicio que cansa mucho, el ejercicio que deja sin aliento. Hacer cardio hasta sentir que te mueres y luego no morirte para recuperarte lentamente... esa, para mí, es una forma de felicidad que se debería valorar más.


Pero que no te engañen los guantes de la fotografía, querido lector imaginario. Esos son de mi hermana: yo estoy aprendiendo a golpear a puño limpio. El yoga mat rosadito, en cambio, sí es mío. A diferencia del box, el yoga, la otra cosa que he estado practicando desde hace varios meses, no me agota, sino que me relaja muchísimo. Son dos opuestos perfectos. Con el yoga no busco desmayarme de cansancio; busco respirar hondo y estirarme hasta el infinito. Con el yoga no siento que hice un mal trabajo si no termino con las mejillas rojas y la respiración agitada; siento que hice un mal trabajo si estuve distraída, si no me relajé. Cada disciplina tiene sus beneficios y yo, a lo Hannah Montana cuando todavía era chévere, creo tener the best of both worlds.

¿Y mi bicicleta? Ella me entiende. Es más, ella misma me lleva a clases, cuando se puede, y me espera y me deja en casa y hace guardia en la puerta por si algún día la vuelvo a necesitar. Ella sabe que el que yo disfrute ahora también del box y del yoga no significa que la aprecie a ella menos. Para nada. A mi bicicleta yo la adoro. Ni el box ni el yoga han pasado tantas cosas conmigo como ella (en serio, el otro día casi me matan... debería haber apuntado la placa del idiota que me chocó).

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