martes, 19 de mayo de 2015

¿Podemos tomarnos una foto?

Hace varias semanas tuve la oportunidad de visitar a Pedro Solari, el hombre que por primera vez preparó el cebiche tal y como lo comemos el día de hoy. Antes de que, a la edad de once años, se le ocurriera servirlo fresco, el pescado se dejaba cocinar por horas con el limón. Por eso, don Pedro no es cualquier personaje. En su mesa se han sentado presidentes y multimillonarios, desde la época de Leguía hasta los días de María Claudia (María Claudia, querido lector imaginario, soy yo).

A mí me sorprendió conocerlo personalmente. Lo encontramos sentado cerca de la puerta, frente a una pequeña mesa con un mantel muy blanco. Nos saludó cuando entramos, pero fue una señora la que nos llevó a un sitio libre y nos preguntó qué queríamos comer (dos cebiches de lenguado, por supuesto). Inmediatamente otro muchachos se dispuso a sacar cosas de la cocina: uno, dos... cinco ingredientes en total que puso frente a don Pedro como quien le entrega las ofrendas al sacerdote en una misa. Entonces, él comenzó a mezclarlos y, mientras lo hacía, nos iba diciendo: el verdadero cebiche solo lleva cinco ingredientes y se sirve al momento. Cuando acabó, la señora que nos había recibido acercó los dos platos a nuestra mesa y, bueno, confieso que el platillo no me decepcionó.


Porque eso es lo que puede suceder con las leyendas y las altas expectativas. Cebiches los encuentras en todo sitio, ¿por qué este habría de ser mejor? No lo sé, querido lector imaginario. Solo sé que la frescura y simpleza de este cebiche en particular no la había probado antes. Se trataba del cebiche primigenio: tenía frente a mí, en mis labios, el cebiche original.

Pero visitar a Pedro Solari no es solo una magnífica (y obligada) experiencia culinaria, no. Lo maravilloso de ir a su restaurante, ubicado en una esquina escondida de Jesús María, es que puedes conocerlo y conversar con él. Solo hay cuatro mesas en el lugar, incluida la suya, y, si no fuera por los recortes de revistas y periódicos de distintas épocas pegados en las paredes que demuestran el transcurrir de los años, bien se podría pensar que el ambiente se ha quedado congelado en el tiempo.

Como te dije, querido lector imaginario, don Pedro no es cualquier personaje. Después de haber cocinado para algunos de los personajes más importantes de este y el siglo pasado, se sienta frente a sus clientes actuales para conversar con ellos sobre lo que le tocó vivir. A mí me recordó mucho a mi abuelo. Él fue cocinero —y después jefe de cocina— en el Palacio de Gobierno por casi cincuenta años y, como el señor Solari, también tuvo mil anécdotas para contar. Fue también un hombre increíblemente culto, a pesar de no haber pisado una universidad. Mi abuelo tenía más nombres y fechas en la cabeza que todos mis profesores juntos y recordaba a cada presidente que había comido de su cocina con un cariño y un apego propios solo de quien conoce a alguien en su entorno más íntimo y familiar.

El señor Solari también tiene la memoria intacta. Las líneas de su rostro y su cabello blanco delatan sus años, pero su lucidez es mayor a la del político o periodista promedio que aparece en la televisión el día de hoy. Le gusta la historia, y no solo la que conoce de primera mano. Y recuerda no solo a los grandes personajes que conoció en épocas pasadas, si no también a sus clientes más jóvenes o recientes, como a mi hermana que había ido a visitarlo la semana anterior (ustedes se parecen mucho, comentó).


Conversamos una buena hora y respondió todas las preguntas que nos atrevimos a hacerle, salvo una: cómo se hacía la salsa de ají que nos habían puesto en la mesa para acompañar a las yuquitas de cortesía. Se rió y negó con la cabeza y el muchacho que lo ayudaba nos dijo: Gastón Acurio le hizo la misma pregunta, pero el tío tampoco le respondió. Después, cuando nuestros platos estuvieron vacíos y nuestros corazones contentos, nos atrevimos a pedirle lo mismo que mi hermana le pidió cuando fue a comer a su restaurante antes que nosotras: ¿podemos tomarnos una foto? ¡Claro!, nos dijo y se acomodó en su silla mientras nosotras nos sentábamos a su lado.

Fue toda una experiencia conocerlo, querido lector imaginario. Sus noventa y tres años de vida están en el aire, un aire mágico que te devuelve en el tiempo apenas cruzas la puerta que te lleva a su restaurante. La próxima vez queremos comer en su casa, dijimos, porque, cuando nos íbamos, su ayudante nos mostró la sala y el comedor —riquísimamente decorados— en donde habían comido Aristóteles Onassis y, más recientemente, nuestra Primera Dama, la señora Nadine. El cebiche ahí ya no costaba cincuenta soles, sino un poco más, y se debe hacer una reserva en grupo, pero, vamos, creo que vale la pena, solo hay que ahorrar.

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