jueves, 5 de diciembre de 2013

Acoso callejero... no, no, no, no, no

Te voy a contar una pequeña historia, querido lector imaginario.

Todos los días, después de mis clases de italiano, regreso a mi casa caminando. La caminata no dura ni quince minutos y la zona por la que camino es relativamente tranquila, así que, entre los vecinos que pasean a sus perros en pijama y los estudiantes y trabajadores que, como yo, están pensando en la cena que los espera en su casa, hasta se podría decir que la disfruto. Todos los días recorro las mismas calles por quince minutos, casi siempre con los audífonos en mis oídos, cantando canciones que he cantado mil y una vez. Pero todos los días, justo antes de cruzar una calle en específico, mi feliz paseo se ve interrumpido por el miedo de que el idiota de siempre esté ahí otra vez.

Ya sabes de qué estoy hablando, ¿verdad? Acoso callejero. Nadie me ha tocado jamás, felizmente, pero no por eso creo que a esta situación no se le deba llamar por su nombre: acoso callejero, acoso verbal, acoso sexual, acoso.

Cuando un desubicado como este aparece, lo que normalmente hago es ignorarlo. Cuando camino, casi siempre tengo los audífonos puestos, así que o no escucho exactamente lo que me dicen o lo escucho pero puedo pretender que no. Pero altera de todas maneras. Molesta muchísimo en ambos casos. No solo es la rabia y la frustración, sino la angustia. ¿Exagero? No lo creo. Si tú, querido lector imaginario, no te has encontrado en esas circunstancias, no te atrevas a menospreciar la situación.

Todos las noches debo regresar a casa sabiendo que es muy probable que en cierta zona me interrumpa uno de esos idiotas desubicados y maleducados que pululan por ahí. Sé que no me pasará nada, sé que aquel idiota es muy cobarde para atreverse a hacer algo, pero lo que sale de su boca es también una forma de agresión. Todas las noches, justo antes de llegar a aquella esquina, recuerdo que puede aparecer aquel guardia de seguridad (porque irónicamente se supone que ese sujeto se ocupe de que las personas se sientan más seguras) y me altero y realmente no me importa si alguien dice que exagero porque creo que nadie tiene derecho a alterar a otra persona así.

A veces aparece, a veces no. Esta noche apareció, pero yo, en vez de ignorarlo, decidí mandarlo a la mierda de una buena vez (pero muy educadamente, por supuesto). Como siempre, desde lejos (porque los muy cobardes pocas veces se atreven a acercarse mucho), me dijo algo que pude haber pretendido no oír. Preciosura-no-sé-qué. Mamita-no-sé-cuanto. Como siempre, me dio mucha cólera. La diferencia fue que esta vez, en vez de continuar mi camino, me detuve, giré sobre mis talones y lo enfrenté. ¡Lo enfrenté! Y por eso estoy tan orgullosa. Enfrenté a aquel cobarde como creo que desde hace tiempo lo debí hacer. No me giré y empecé a gritarle, sino que me giré y, con paso firme (felizmente mis pies no flaquearon), fui hasta donde él se encontraba y le dije (y cito): oye, idiota, si me sigues molestando voy a traer a un policía. El chico, porque recién en ese momento, al tenerlo a un metro de distancia y mirarlo a la cara, me di cuenta que era un chico de una veintena de años, se turbó. Yo me di media vuelta apenas terminé de pronunciar mi frase célebre y emprendí mi marcha de nuevo. Escuché que me respondía torpemente que si quería le trajera a la policía (felizmente a él su voz sí le flaqueó), así que, sin detener mi marcha, levanté una mano y le enseñé mi precioso dedo medio.

Eso último sí fue infantil, lo admito, pero, bueno, nada es perfecto. Y además, si bien estaba contenta por mi propio atrevimiento, no sentía que había ganado la batalla completamente. Voy a traer a un policía, le había dicho y probablemente él pensó que eran solo palabras. Ya pues, pensé media cuadra más adelante, voy a traer a un policía de verdad. Así que me encaminé hasta la caseta de la policía municipal más cercana, felizmente no tuve que desviarme mucho, y le dije al policía que encontré que había un sujeto que no me dejaba de molestar.

El secreto está en decirlo con seriedad. El secreto está en creer realmente que tienes derecho a quejarte, que es una falta grave y que la policía o cualquier figura de autoridad tiene la obligación de ayudarte porque el acoso es algo que se puede y debe sancionar. El policía me escuchó, me evaluó por una fracción de segundo y me dijo que lo llevara hasta donde se encontraba el individuo aquel. Así que regresé sobre mis pasos, con el policía a mi costado, y, como obviamente el sujeto se había alejado, le indiqué quién era a lo lejos. El policía me dijo que lo esperara un momento mientras él se acercaba a hablar y yo obedecí, aunque en ese momento tenía muchas ganas de enfrentarlo otra vez (la adrenalina, tal vez). Vi cómo conversaban a lo lejos y quise que el chico me viera viéndolos. Adopté una postura que demostrara confianza (un rato con los brazos en las caderas, otro rato con los brazos cruzados) y me fue fácil hacerlo en ese momento. El policía me hizo una seña con la mano para que me acercara y yo lo hice inmediatamente, siempre con el paso decidido, y recién sentí que había ganado la batalla, ahora sí de verdad, cuando volví a ver al chico a la cara y este bajó la mirada avergonzado.

¿Por qué estaba avergonzado? Mi teoría: porque en el fondo sabía que yo tenía la razón. Y no, no quiero decir que haya reflexionado y se haya dado cuenta de que no está bien molestar a las mujeres de esa manera, que puede parecer algo inocente pero que altera la vida de las personas de una forma real. Quiero decir que sabía que era una falta, que tenía miedo, que sabía, aunque probablemente no estaba seguro (yo tampoco en temas legales sé muy bien cómo funcionan las cosas), que yo podía quejarme y que podía, si quería, llevar las cosas a otro nivel. Sabía que podía causarle problemas, eso quiero decir, y, como todos son muy cobardes, se asustó.

El chico, como ya dije, tenía una veintena de años, como yo. Le volví a decir, ahora con el policía a mi lado, que no se atreviera a molestarme de nuevo, con la voz firme, pero educadamente (prescindiendo del dedo medio esta vez). Él, con su supervisor al lado, porque el supervisor apareció cuando yo aparecí con el policía, me volvió a pedir disculpas y prometió que no volvería a pasar. Qué otra cosa podía hacer.


Estará ahí todavía, porque trabaja ahí, pero, como ahora sí siento que gané la batalla, creo que podré pasar ese tramo sin que la angustia me invada, sin tener que preguntarme si aparecerá o no, si dirá algo o no, si yo haré algo o no. Hace una gran diferencia el saber que yo ahora puedo pasar con la cabeza muy en alto, sin pretender que no veo o no escucho y que él, en cambio, probablemente se alejará y bajará la cabeza si me ve pasar.

¿Y si vuelve a molestarme? Bueno, la caseta de la policía no está muy lejos y creo que, si vuelve a suceder, tengo todo el derecho del mundo de volver a quejarme una y otra vez. Y no, no exagero.

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