Estuve hurgando entre mis archivos y, como siempre es bueno reciclar (aunque en este caso no tenga nada que ver con el medio ambiente), copiaré aquí un extracto de un texto que escribí ya bastante tiempo atrás.
El parámetro narrativo
El problema de la crítica y de la corrección
Escribir es un acto de creación y de crítica. En mi caso, la crítica, la autocrítica, viene cargada de inseguridad y miedo por la falta de experiencia y, por supuesto, de confianza que tengo. Es normal que este miedo que experimento cada vez que me vuelvo la crítica de mis propios textos salga a flote, creo yo, pues es casi imposible que el escritor no piense en ningún instante que su futuro lector pueda odiar sus palabras, o, peor aun, considerarlas insignificantes y malas. El miedo a la crítica es natural, y no solo en este arte, sino en todas las facetas de la vida humana, y, así también, cada persona lo experimenta en menor o mayor medida. La crítica es, pues, inseparable de toda forma de expresión humana, y, a pesar de su carácter pretencioso, es absolutamente necesaria. Es tan necesaria que no tenemos que esperar a que un tercero emita un juicio sobre lo realizado sino que nosotros mismos, autores de nuestras obras, nos autocriticamos como actividad inherente al acto de creación. Y, sin embargo, existe un problema con respecto a la crítica que nace de la propia dificultad para definir la literatura: si no sabemos con certeza qué es esta, bajo qué parámetros juzgaremos su práctica. Incluso con las ideas contemporáneas de que la obra artística no está regida por parámetros, cuando un crítico —ya sea uno experimentado o uno aficionado— la considera buena o mala, su juicio está regido por determinados parámetros, explícitos o implícitos. La crítica, la verdadera crítica, está siempre basada en ideas que el crítico considera las mejores, ya sea de forma deliberada o involuntariamente. Considero que la crítica sin parámetros no existe, pues dejaría de ser crítica para no ser más que una enunciación caprichosa y sinsentido sobre algo. La crítica tendrá siempre parámetros que, si bien muchas veces no son claros ni para el mismo crítico, están ahí y son los responsables de que una opinión se pueda formular. Sin parámetros no tendríamos opinión; sin una idea, un referente, de lo que queremos juzgar no podríamos emitir juicio alguno. Sin embargo, es importante no confundir la idea de parámetro en este contexto —el de emitir una crítica, un juicio u opinión— con la del parámetro establecido consensualmente para otros aspectos. Si bien la esencia es la misma, en el primer sentido solo se hace referencia a la idea vaga, no definida, que, si bien influenciada por el segundo sentido, da origen a nuestras opiniones con respecto a algo; en el segundo sentido ya estaríamos introduciéndonos en el ámbito de las convenciones culturales del que hablaré, probablemente, después. Entonces, si estos parámetros, en el primer sentido, son los responsables de la crítica de un individuo, cómo podríamos hablar de la crítica en forma general, sin hacerla demasiado subjetiva. La respuesta hasta yo la sé: es gracias a aquella palabrilla que mencioné líneas antes sin darle mucha importancia: el consenso. Entre consenso y convención hay una gran relación, el primero lleva a la segunda; no tendríamos convenciones culturales de no tener un consenso. Este sería el segundo sentido de parámetro al que me refería, un parámetro compartido, casi común. Cabe aclarar que no quiero decir que un sentido de la palabra derive del otro, sino que ambos están tan relacionados entre sí —es más, es una extrañeza mía el querer distinguir dos sentidos de la palabra— que el primer sentido da origen al segundo y el segundo también da origen al primero. Su esencia, como dije, es la misma; el parámetro es un parámetro en los dos casos, sin embargo me era necesario diferenciar las mínimas características entre lo individual y lo general para poder explayar el punto al que ya me voy acercando. Las convenciones, ergo, el consenso, fueron toda la base de la crítica por muchísimos años. No se aceptaba como bueno nada que no siguiera fielmente los parámetros convencionales —nunca hubo mejor palabra— que se tenían; pero, por supuesto, las sociedades cambian y las convenciones también. Los escritores, y todos los artistas, transgredieron los parámetros del momento imponiendo sus propias ideas, parámetros en el primer sentido, el individual, y transformando, a su vez, los parámetros establecidos en el momento, los generales, digamos. Es fácil comprender cómo este fenómeno sucede —no puede no suceder—, pues nuestra propia naturaleza nos impulsa a buscar más a allá de lo que vemos y conocemos, a dudar de todos y todo, al cambio constante. Sin embargo, el embrollo está en tratar de ubicar a la literatura en este fenómeno de la humanidad sin convertirla en una actividad totalmente personal, que no se comparte y cuya única forma de crítica sea la autocrítica. Cómo definir hasta qué punto debemos seguir los parámetros del contexto y hasta qué punto debemos seguir con nuestros parámetros propios, muchas veces innovadores. Cómo saber cuándo es pertinente criticar transgresivamente y cuándo es mejor seguir las convenciones. Cuándo, cómo y por qué algo es mejor.
Lima, 26 de agosto de 2009
A este texto lo precedía una reflexión, un comentario, más bien, sobre la naturaleza de la literatura y sobre lo difícil de su definición. Digo ahí que la literatura está definida tanto por los recursos artísticos como por las convenciones culturales y hablo un poquito de la relación entre aquellos dos. Hubiera copiado aquí también ese extracto, pero me da vergüenza el intento de lenguaje académico que en él trato de usar (sí, incluso más atropellado y enredado que en el extracto que acabo de citar). Lo rescatable, en todo caso, es aquella pregunta que hasta ahora a veces me hago y que probablemente nunca nadie se dejará de hacer: a qué podemos llamar literatura y a qué no. Vamos, querido lector imaginario, dame tú también tu opinión.