El martes 29 del mes pasado fue un día muy agitado. Trabajé todo el día, porque los deadlines y las listas de cosas por hacer se me venían encima, hasta que tuve que obligarme a parar porque ya eran las siete de la noche y yo y una amiga teníamos entradas para el teatro. Nos íbamos a encontrar en Larcomar, pero yo estaba tan cansada, tan física y mentalmente cansada, que cuando me llamó por teléfono para decirme que ya estaba llegando pero que había dejado las entradas en su trabajo casi me sentí aliviada. Estaba en Starbucks, porque aparentemente la franquicia se ha convertido para mí en una segunda oficina, y pensé que lo que quería en verdad en ese momento no era entrar a ver una obra, sino simplemente conversar con mi amiga un rato y volver a mi casa a descansar temprano. Pero mi amiga, proactiva, fue a preguntar si no podían acaso hacer una excepción y dejarnos pasar, y le dijeron que sí, que como tenía las fotos de las entradas en su celular, no debía haber ningún problema, así que entramos.
La obra se llamaba El padre, de Florian Zeller, y la dirigía Juan Carlos Fisher (y yo no tenía idea de qué trataba, la verdad). Pero aunque mientras hacían la tercera llamada yo todavía temía quedarme dormida, cuando terminó todo solo podía pensar que esta había sido una de las mejores obras que había visto en mucho tiempo (y considera, querido lector imaginario, que tuve la oportunidad de ir a dos maravillosos musicales en Londres el año pasado). Todo en ella estaba bien pensando, bien diseñado. El escenario, por ejemplo, era un actor más, un actor que iba avanzando en el tiempo, como los personajes, que se iba transformando con el argumento, que tenía vida, tanta vida como el protagonista y el resto del elenco. Y justamente el protagonista... Díos mío. Estimado Osvaldo Cattone, el padre, si estás leyendo esto por casualidad, por algún capricho del destino, solo quiero decir que si pudiera me pondría de pie y te aplaudiría de nuevo. La actuación que nos regalaste ese día, e imagino que debe ser así todos los días, es la personificación de la frase dejarlo todo en la cancha (o en las tablas, en este caso). Porque la forma en que te involucraste con el personaje... Vaya. Se notó, ¿sabes? Se notó cómo fueron necesarios varios minutos para que dejaras de ser el padre y volvieras a ser el actor, para que dejaras de sentir lo que sentía el padre en la última escena y volvieras a ser tú y pudieras levantar la mirada y disfrutar del público que aplaudía, algunos entre lágrimas, como yo. Porque esa frase cliché, ese nos hiciste reír y llorar al mismo tiempo, una vez más, no podría estar aquí mejor usada. El padre te hace reír, te hace reír a carcajadas, pero vaya que te hace llorar... De hecho, te desgarra.
Justamente, una de las primeras cosas que dije cuando acabó la obra fue no estaba emocionalmente preparada para esto, otro cliché. Se lo dije a mi amiga, mientras aplaudíamos, llorando yo un poco todavía pero contenta, contenta porque a pesar de todo estaba segura de haber presenciado un espectáculo magnífico. Esta obra te hace reír, porque tiene escenas geniales, hilarantes. Pero también mueve sentimientos profundos, sentimientos que tal vez algunos no sabían que tenían o que preferirían no tener. El padre es un hombre que va perdiendo la memoria de a pocos y su historia es esa, es la historia de su enfermedad. Pero esa historia es tan profunda, tan real y tan dura, que te aprieta el corazón de a poquitos, primero, y luego muy fuerte, hasta que sientes que ya no puedes, que las cosas no están bien, que hay algo malo con la vida, con el mundo, y que simplemente no se puede, que no hay más.
No voy a spoilearte nada, querido lector imaginario, y tampoco te voy a decir, porque no lo sé, hasta cuándo va la función. Pero sí escuché por ahí que, con El padre, Cattone se retirará del oficio. No sé si sea cierto o no, pero si lo fuera, puedo decir que realmente es tan buena esta obra que no podría pensar en una mejor forma de decirle adiós a las tablas, por lo menos como actor. Y él lo debe saber, lo debe saber porque cuando salió, junto con el resto del elenco, a recibir los aplausos del público, cuando se recuperó y nos vio de frente, cuando vio a su público, sonrió como solo sonríen quienes saben que lo han dado todo y han hecho un buen trabajo, como solo sonríen quienes están satisfechos, orgullosos de lo que han logrado. Él también lloraba. E imagino que esto se repite cada vez que se presenta, cada noche. Lo imagino y lo espero, porque un trabajo como ese debe ser valorado. La noche del martes 29, estoy segura, todos los que estábamos ahí lo hicimos. Ojalá los días anteriores y los días que le siguieron también lo hayan apreciado.
Y tú, querido lector imaginario, si puedes, si la obra sigue ahí, ve a verla. No sé si llores, no sé si te mueva tanto como a mí, pero sí te hará pensar, sí te hará comprender un poco mejor el tema. Porque el envejecer, el envejecer con aquella enfermedad, puede ser realmente duro. Cuando se trata de nuestra mente, de nuestros recuerdos... pues podría empezar a escribir una nueva nota solo de eso.
Hoy solo quería contarte de la obra y, de paso, dejar un registro de que un día fui a verla y sentí todo lo anterior. Ya sabes, por si lo olvido después.