miércoles, 16 de diciembre de 2015

Para tener la felicidad (cinco siglos atrás)

En un curso de Historia Moderna que llevé en mis primeros años de universidad nos pidieron escoger dos libros de una pequeña lista para un control de lectura. Yo escogí El Príncipe, de Nicolás Maquiavelo, y Elogio de la Locura, de Erasmo de Rotterdam. Al ser obras escritas en el siglo XVI, esperaba una lectura tediosa e incomprensible. Pero no fue así. De hecho, ambos libros me parecieron tener perfecto sentido y sus tesis no han perdido vigencia, como si no hubiesen sido formuladas hace quinientos años sino ayer. Obviamente, no hay que tomar las palabras de Maquiavelo y Rotterdam al pie de la letra, si no terminaríamos justificando lo injustificable (dicen por ahí que, cuando capturaron a Montesinos, encontraron un ejemplar de El Príncipe subrayado y anotado, como una Biblia para un creyente fanático), pero sí me gustaron mucho, en especial Elogio de la Locura. Por eso, como siempre, escogí un pasaje de esta obra para que veas, querido lector imaginario, de qué te estoy hablando.

[Para tener la felicidad, basta creer que se tiene]
Pero el engañarse —se dirá— es deplorable. A lo que yo contestaría que lo verdaderamente digno de compasión es no engañarse nunca. Están en un error, ¿qué duda cabe?, los que suponen que la dicha humana se halla en las cosas mismas y no en el concepto que de ellas se ha formado, porque es tal su oscuridad y su variedad, que a nadie le sería posible discernirlas, como acertadamente dijeron los académicos, que son los menos inaguantables de todos los filósofos; pero, aun dando por supuesto que se pudiera conseguir diferenciarlas, es casi seguro que fuera con perjuicio de la alegría de la vida, pues el espíritu humano está hecho de tal suerte, que le es más accesible la ficción que la verdad. Si alguien desea una prueba palpable y evidente de este aserto, no tiene más que ir a una iglesia cuando haya sermón, y allí verá que, si se habla de algo trascendental y serio, la gente bosteza, se aburre y acaba por dormirse; pero, si el arador (me he equivocado, quise decir el orador) comienza, como es frecuente, a contar algún cuento de viejas, todos despiertan, atienden y abren un palmo de boca. Del propio modo, si se celebra la fiesta de un santo fabuloso o poético (y, si queréis ejemplos, ahí tenéis a San Jorge, a San Cristóbal y a Santa Bárbara), observaréis que se los venera con mucha mayor devoción que a San Pedro, a San Pablo y que al mismo Jesucristo.
Mas dejando tal materia, que no es del momento, ¡cuánto menos cuesta llegar a una felicidad de esta clase, tanto en el caso de que el conocimiento de las cosas en sí proporcione positivo beneficio, como en el caso de que la utilidad sea insignificante, cual puede serlo, verbi gratia, la que reporta el estudio de la Gramática! El hombre adopta con mayor facilidad aquellas ideas que con más holgura conducen a la dicha, y, si no, decidme: si alguno comiera un pescado tan podrido que ni el olor pudiera aguantar otra persona, y a él, sin embargo, le supiese a gloria, ¿qué le importaba para considerarse feliz? Por el contrario, si a uno le diese náuseas el salmón, ¿de qué serviría este bocado para su contento? Si alguien tuviera una mujer muy fea y se hallase, no obstante, persuadido de que podría sufrir el parangón con la misma Venus, ¿no sería idéntico para el caso que si en realidad fuera hermosa? Si el poseedor de una tabla, malamente embadurnada de ocre y bermellón, la admirase, convencido de que era debida al pincel de Apeles o al de Zeuxis, ¿no estaría tan ufano como el que por elevado precio comprase un cuadro de un reputado pintor, y aun es probable que el júbilo de este no igualase al del primero? Yo conocí a cierto sujeto de mi mismo nombre, que de recién casado regaló a su esposa unas joyas falsas, haciéndole creer (pues fue famoso trapacero) no solo que eran buenas y naturales, sino también rarísimas y de valor inestimable; y yo pregunto: ¿qué le importaba a aquellas mujer el engaño, si los trozos de vidrio no por serlo recreaban menos su vista ni su ánimo, y, además, los guardaba cuidadosamente cual si en ellos hubiese tenido algún riquísimo tesoro? En tanto, el marido habíase ahorrado el gasto y se divertía con la ilusión de su mujer, que no se le mostraba menos agradecida que si le hubiese hecho un regalo muy costoso.
No vayáis a suponer que los que en la caverna de Platón se deleitaban con las diferentes sombras e imágenes de las cosas deseaban absolutamente nada más, ni que tales espectros les producían menor satisfacción que la que a aquel sabio que salió de la cueva le produjo la contemplación de las cosas mismas; y, si al Micilo de que nos habla Luciano le hubiera sido posible soñar perpetuamente aquel áureo sueño de riquezas, no habría tenido motivo alguno para anhelar otra dicha.
Por tanto, o no hay  diferencia entre estultos y sabios, o, si la hay, es a favor de aquellos; primero, porque su felicidad cuesta menos, ya que, para tenerla, basta creer que se tiene; y, segundo, porque la comparten con muchas más personas, y es sabido que no hay goce verdadero como no sea en compañía.