Leí la nueva novela de Mario Vargas Llosa hace un par de días. Se llama El héroe discreto y cuenta de manera paralela las historias de los peruanos Ismael Carrera y Felícito Yanaqué. Se llama El héroe discreto y no El héroe indiscreto como por varios días lo pensé.
Es mucho lo que puedo decir sobre El héroe discreto, pero como otros más expertos que yo se ocupan ya de esos asuntos yo me limitaré aquí a mencionar dos puntos, probablemente los menos relevantes, que llamaron mucho mi atención. El primero: ¿quién es Edilberto Torres? Por favor, por favor, por favor, alguien dígame quién es. El final del libro aparentemente lo aclara todo, pero es difícil aceptar la explicación que se nos ofrece después de todo el misterio que se ha armado alrededor de este personaje. La identidad de Edilberto Torres, su propia existencia, es un tema que para mí no ha quedado resuelto. Hasta se me ocurrió que su aparición en esta novela puede tratarse de un preámbulo, de una presentación para intrigar a los lectores, para después, en otra novela, probablemente, dedicarse enteramente a él. Quién eres, Edilberto Torres, en serio lo quiero saber.
Lo segundo que me llamó la atención también es algo secundario. Es una cita, una cita que reproduciré (espero que sin romper ninguna ley) aquí:
Al principio, recién casados, cuando empezaron a vivir juntos, creía que su mujer se retrasaba por mera desgana y desprecio a la puntualidad. Tuvieron por ello discusiones, enojos, pleitos. Poco a poco, don Rigoberto, observándola, reflexionando, advirtió que aquellas demoras de su mujer a la hora de salir a cualquier compromiso no eran un hecho superficial, una dejadez de señora engreída. Obedecían a algo más profundo, un estado ontológico del ánimo, porque, sin que ella fuera consciente de lo que le sucedía, cada vez que tenía que abandonar algún lugar, su propia casa, la de una amiga donde estaba de visita, el restaurante donde acababa de cenar, se apoderaba de ella un desasosiego recóndito, una inseguridad, un miedo oscuro, primitivo, a tener que irse, partir, cambiar de lugar, y se inventaba entonces toda clase de pretextos —sacar un pañuelo, cambiar de cartera, buscar las llaves, comprobar que las ventanas estaban bien cerradas, la televisión apagada, si la cocina no había quedado encendida o el teléfono descolgado—, cualquier cosa que atrasara unos minutos o segundo la pavorosa acción de partir.
Genial, ¿no?, especialmente para las personas que, como yo, tienen muchas dificultades para llegar a todo sitio a tiempo, no porque no sea posible, no por una mala suerte constante e increíble, sino porque, como para doña Lucrecia, desplazarse de un lugar a otro se convierte en un ritual que a veces es difícil de cumplir. Ese desasosiego recóndito, ese miedo oscuro, primitivo, se extiende, en mi caso, y probablemente también en el de muchas personas más, no solo a irse, sino también a llegar. Miedo a llegar a un lugar nuevo, un lugar nuevo porque no estás ahí, un lugar que puede ser todos los días nuevo. Así que eso diré de ahora en adelante cada vez que llegue tarde y, si alguien me dice que se trata de una simple excusa, diré que Mario Vargas Llosa respalda completamente mi argumento.
Eso es todo por ahora. Esta no es la mejor obra de Mario Vargas Llosa (Conversación en La Catedral sigue siendo mi favorita), pero es buena y, por qué no, bastante entretenida. Una novela que, como leí por ahí (por aquí), pueden disfrutar tanto los que ya han leído al Premio Nobel antes como los que lo hacen por primera vez.
Eso es todo por ahora. Esta no es la mejor obra de Mario Vargas Llosa (Conversación en La Catedral sigue siendo mi favorita), pero es buena y, por qué no, bastante entretenida. Una novela que, como leí por ahí (por aquí), pueden disfrutar tanto los que ya han leído al Premio Nobel antes como los que lo hacen por primera vez.
Así que a leer, querido lector imaginario, a leer, a leer.