lunes, 25 de junio de 2018

Tout va bien !

Pronto me tendré que mudar, así que hace unos días empecé esa terrible tarea que es tratar de seleccionar qué llevaré conmigo, qué se queda y qué se va. Con mis libros esto es especialmente difícil, porque si bien mi primera opción simplemente no es factible (llevarme mi biblioteca entera conmigo), la segunda tampoco es la ideal (dejar en la casa de mis padres todos los libros que no podré llevarme). Así que decidí escoger aquellos que no tiene sentido seguir guardando, ya sea para venderlos o para regalarlos.

Y los primeros en irse son quizás los que más veces he leído (y no, no me refiero a los libros de Harry Potter; esos jamás, JAMÁS, se irán).


Estos son mis libros de francés, de italiano y de sueco (sí, larga historia, pero aunque ya he olvidado casi todo sí podría decir que hablo un poquitito de sueco). Los libros de inglés ya no los conservo, porque tuve la suerte de estudiar inglés desde que tenía cinco o seis años, y los libros que pasaron por mis manos fueron muchísimos. Pero estos sí, no solo porque son menos, sino sobre todo porque estos idiomas los aprendí por puro placer. 

Y podría escribir mucho sobre la aventura que fue aprender cada idioma, sobre los lugares en donde los aprendí, sobre la gente que conocí aprendiéndolos. Y podría compartir lo que creo identifica a cada uno, lo diferente que se puede ver el mundo desde cada uno, pero, como adivinarás, querido lector imaginario, hoy no tengo el tiempo. Hoy solo quería guardar esta imagen bonita, para mí, de lo que fueron varios años de aprendizaje y descubrimiento. 

Mientras pasaba las páginas de estos libros y cuadernos, mientras veía cómo mi letra y forma de tomar apuntes iba cambiando con el tiempo (mientras me daba cuenta, con pena y sorpresa, de que ya no recuerdo todo lo que alguna vez supe muy bien), no pude dejar de pensar que aprender idiomas ha sido una parte muy importante de mi vida: fueron un montón de horas, fue casi como ir a otra universidad. Y aunque actualmente toda esta etapa se resuma en mi CV en solo un par de líneas (dominio de español, inglés, italiano y francés; y conocimientos básicos de sueco), para mí significa mucho más que eso. 

Estos libros se van, porque aunque quisiera guardarlos por siempre, porque aunque ahora mismo tengo ganas de repasar todo, de leer y releer y de estudiar todo para no olvidar lo que me tomó tanto tiempo aprender, pues la verdad es que no volveré a tocar estos libros. Ya cumplieron su propósito conmigo y ahora les toca cumplirlo con alguien más.

miércoles, 18 de abril de 2018

Los juguetes de Juan Manuel Robles

Quien ideó la portada de Nuevos juguetes de la Guerra Fría, de Juan Manuel Robles, hizo un muy buen trabajo: Superman con la bandera de la Unión Soviética. Simple. Provocador. Y también cumple con representar muy bien lo que ofrece la novela. Pero vamos por partes, querido lector imaginario; primero quiero compartir contigo algunas de las impresiones que esta me dejó.

El protagonista y narrador de Nuevos jueguetes es Iván Morante: uno que narra su infancia en La Paz, específicamente sus días en una pequeña escuela en la Embajada de Cuba en La Paz; y uno que narra su vida adulta en Nueva York, específicamente la exploración de sus recuerdos infantiles, aquellos que lo han perseguido siempre y que por alguna razón le resultan ahora importantes a un grupo de extranjeros desconocidos. La memoria es el tema principal de este libro, creo yo, y lo es en dos niveles. Por un lado, por supuesto, se encuentra en el argumento del texto: los personajes discuten y exploran la construcción, reconstrucción y destrucción de la memoria, personajes como el propio protagonista, sí, pero también otros que logran marcar su pasado y su presente. Y, por otro, se encuentra en la forma en que se narra la historia: el narrador y protagonista, fiel a lo que la propia novela discute, nunca tiene la certeza de que lo que está contando realmente pasó. Debido a esto último, en su discurso abundan los "eso creo" y los "por lo menos así lo recuerdo". Esta característica podría resultarle extraña al lector, si no fuera porque, por lo menos para mí, se articula perfectamente con aquello que hace que esta novela destaque entre las demás.

El inicio, eso sí debo decirlo, es algo lento. Las primeras páginas, los primeros capítulos quizás, son una suerte de preámbulo muy largo que si bien sí permite conocer mejor a los personajes produce la sensación de que nada realmente estuviese pasando, esto por lo menos hasta la mitad del libro. Hubiera sido interesante, por ejemplo (y spoiler alert!), que Saldaña hubiera aparecido más temprano, para que el misterio y la expectativa que le dan forma y cierran el libro estuvieran presentes desde antes. Pero este es un comentario aislado pues quien decide qué pasa y cuándo es finalmente el autor del libro (es su libro).

La larga conversación final entre el protagonista y su padre, por otro lado, es increíble. Y también me encantó la referencia, nuevamente al final, a esas dos palabras con t que no se deben mencionar: terrorismo y traición (o creo yo que era traición). Sin embargo, la parte que más disfruté y la que probablemente más recordaré de esta novela es aquella en la que se aborda de manera frontal el tema de la memoria:

—El caso es que los seres humanos recordamos más de la cuenta, recordamos cuando no necesitamos hacerlo, sin ningún motivo ni utilidad, recordamos en tres dimensiones, contamos historias sobre nuestro pasado y sobre el pasado de otros, recreamos detalles de episodios lejanísimos. ¿Y sabes qué es lo que más deforma un recuerdo?
—¿Qué?
—Recordar. Hacer memoria.
—Ahora sí no entiendo.
—Eso es lo que nos han enseñado estos animalitos. Pura química. Recordar es destruir para luego reconstruir. Es separar todas las piezas y confiar en que las volverás a juntar en el exacto mismo orden, respetando la forma original. Me contaste que hacías árboles de plastilina, ¿no?
—Sí.
—Pues bien. Imagina que haces uno. Lo guardas en un cajón. Al cabo de un año te pido que saques el árbol. El juego es el siguiente: después de mirarlo unos segundos, debes aplastarlo, amasarlo, volverlo una pelota y hacer exactamente la figura que tenías. Luego vuelves a guardar el árbol en el cajón. Y haces lo mismo un año más tarde: lo sacas, lo amasas y lo construyes de nuevo. ¿Entiendes lo que pasará, no? No importa cuánto de concentres en hacerlo igual, no vas a lograrlo. [...]
—¿Pero qué queda entonces? ¿Dónde queda el árbol original, la esencia?
—Esas son preguntas muy grandes. No tengo las respuestas. [...] Por eso te digo que no escribas sobre lo que estamos hablando. Escribir es un procedimiento profundamente desestabilizador, es destrucción y creación continua. Es la necesidad de poner detalles procurando la farsa de la recreación, o peor, de la belleza. Como darle tu árbol de plastilina a un escultor profesional, una y otra vez. Recordar es hacer memoria, literalmente. Y casi nada es tan simple como un árbol de plastilina.

Las ideas que se exponen aquí, probablemente respaldadas (¿o no?) por muchos estudios científicos, calaron en mí y me hicieron cuestionar mis propios recuerdos, en especial aquellos que evoco constantemente, aquellos que me marcaron por alguna razón. La metáfora de la plastilina, además, me pareció muy acertada, ¿no te parece, querido lector imaginario? Porque le ahorra a quien no quiera sumergirse en los mares que existen de literatura sobre memoria (en los que yo he empezado a nadar desde hace poco) mucho tiempo y esfuerzo. Y también porque permite comprender una característica esencial de la novela que raras veces, a mi parecer, se encuentra en la literatura más reciente.

Este último aspecto, de hecho, puede resultar algo contradictorio, pero esa contradicción puede resultar valiosa en sí misma si se observa con cuidado. A pesar de que el Iván Morante del presente, el adulto, tuvo el ímpetu de irse y escribir él mismo sus experiencias (eso nos lo cuenta al inicio, para explicar por qué se encuentra en Nueva York), desde la primera página y hasta el final aclara que no es ni será él quien finalmente cuente su historia: el protagonista y narrador de la novela se reconoce como protagonista pero no como narrador. Así, a diferencia de otras novelas (pienso, por ejemplo, en Contarlo todo de Jeremías Gamboa), la vocación de escritor aparece aquí como intención pero no se consolida; al contrario, se renuncia a ella. Y, sin embargo, ahí está el objeto material, la propia novela, que niega esa última resignación.


Se podría decir que con Iván Morante, de Nuevos juguetes, sucede lo contrario a lo que le sucede a Gabriel Lisboa, de Contarlo todo, a pesar de que ambos comparten, al inicio, una vocación literaria más o menos fuerte. Quizás en el caso de este último se debe a que las experiencias son solo personales, mientras que en el del primero se está discutiendo su papel en una historia que es mucho más grande, es la historia, y esta es una historia que más de uno podría contar.

Y, por supuesto, se discute la validez de la memoria. Iván Morante acepta que el relato puede ser una construcción, manipulación incluso, de algo que pudo o no pudo haber pasado, que su historia no es solo su historia, que le pertenece a muchos otros y que puede ser distinta para cada uno (y en ese sentido los "eso creo" y los "por lo menos así lo recuerdo" constantes constituyen pequeñas advertencias para el lector). Para Gabriel Lisboa, en cambio, su historia es solo suya, no le da permiso a nadie para contarla por él, y en ningún momento se discute la construcción de la memoria, su historia es lo que pasó, él decide qué pasó y qué no, y la escritura solo se plantea como vocación, no como una recuperación, reconstrucción o incluso creación del pasado. ¿Qué visión es más válida? Pues no sé si más válida, pero digamos que el relato de Robles es mucho más provocador. 

Nuevos juguetes de la Guerra Fría me parece un libro bien planeado y ejecutado, con una prosa clara y eficiente y un tema sumamente interesante que, a pesar de su complejidad, está bastante bien tratado. La historia y la memoria (y el novedoso tratamiento del tema de la vocación literaria) conviven en perfecta armonía, una armonía que no puede ser otra cosa que caos puro; Juan Manuel Robles hace un buen trabajo representándolo.

Si tuviera que puntuar esta novela, le pondría cuatro de cinco estrellas, y eso para mí es bastante (tan solo hace unas semanas le puse a una novela de Saramago, mi hermoso y amado Saramago, dos). Por eso, querido lector imaginario, te recomiendo mucho su lectura. Es un libro largo, sí, pero de hecho eso es algo que disfruté. A pesar de que el inicio es algo lento, como dije, el hecho de que el autor se haya permitido explayarse tanto me recordó a las novelas de antaño: no quiero decir una barbaridad pero esta es, para mí, una novela total.

sábado, 2 de diciembre de 2017

La obra maestra

La mayoría de los escritores que sigo en redes sociales se dio un tiempo para comentar, con muchas o pocas palabras, la genialidad del nuevo libro de Fernando Ampuero. Así que yo, obediente, apenas pude compré un ejemplar.



Y sí, hay algo en la calma y sobriedad del relato de Ampuero que lo hace especial. Es un libro pequeñito —una plaqueta, le dicen también— que retrata a dos escritores que se ven arrastrados por el anhelo de escribir una obra maestra. Y, para variar, hay un pasaje que encontré particularmente chocante y preciso; te lo copio aquí, pero cuidado con los spoilers:
Entonces oyó un golpe seco. Algo que sonó como una llamada o una advertencia. Venía de uno de los ventanales del balcón con vista a la calle, un ventanal abierto. Aquel albur le dio ideas, pensó su mujer más tarde, cuando notó que el rostro de su marido se demudaba. Callado, pálido, él se acababa de detener ante su escritorio; y, repentinamente, su mirada comenzó a oscilar entre sus papeles y el balcón, cuyo ventanal seguía sonando, llamando. Ella no previó lo que iría a suceder. No era algo que alguna vez hubiese concebido, ni en sus peores peleas. Pero en cosa de segundos, al verlo cargar entre sus brazos las rumas de papeles y correr hacia el balcón, la asaltó un pálpito, el premonitorio latido del abismo.
—Edmundo —se angustió Teresina.
Él no le hizo caso. Y de nada hubiera servido. Ya había levantado los brazos a la noche, al viento frío que silbaba y soplaba, a la persistente llovizna. Los papeles alzaron vuelo como una bandada de gaviotas, revoloteando y alejándose velozmente del departamento. Asomada al balcón, consternada, Teresina apenas contempló la belleza incongruente de cientos de hojas flotando con un ruido de aleteos y que caían para estropearse, manchadas por el barro, pisoteadas por las ruedas de los autos, empapadas por la vereda mojada o las chorreantes copas de los árboles.
—¡A la mierda! —gritó Edmundo.
Abatido, harto de luchar, aceptaba su derrota. Y entonces, de pie y salpicado de lluvia, se convirtió en un ser vacío, en un cuerpo sin alma.
Teresina derramó unas lágrimas en silencio. Ni él ni ella se dijeron una palabra. ¿Qué podrían decir en tales circunstancias? Era el fin de la ilusión que explica una existencia, la renuncia al encanto de vivir y el abandono del sueño de la obra maestra, pero también el final de su vida en pareja.

Es esta última oración la que me impactó... Era el fin de la ilusión que explica una existencia, la renuncia al encanto de vivir y el abandono del sueño de la obra maestra. Solo escucha esa frase, querido lector imaginario, solo presta atención a lo que significan cada una de sus palabras: el fin de la ilusión que explica una existencia. Es muy, muy fuerte: el fin de la ilusión que explica una existencia. Me gustaría poder decir más, poder agregar algo, pero no. En este caso, si sabes lo que es vivir con una ilusión de ese tipo, si tienes un sueño, un solo sueño constante, un sueño que vuelve a ti una y otra vez sin importar cuántos años pasen, entonces no necesito decir más porque esas palabras lo han dicho todo.

sábado, 4 de noviembre de 2017

La voz a ti debida, de Pedro Salinas


La forma de querer tú
es dejarme que te quiera.
El sí con que te me rindes
es el silencio. Tus besos
son ofrecerme los labios
para que los bese yo.
Jamás palabras, abrazos,
me dirán que tú existías,
que me quisiste: jamás.
Me lo dicen hojas blancas,
mapas, augurios, teléfonos;
tú, no.
Y estoy abrazado a ti
sin preguntarte, de miedo
a que no sea verdad
que tú vives y me quieres.
Y estoy abrazado a ti
sin mirar y sin tocarte.
No vaya a ser que descubra
con preguntas, con caricias,
esa soledad inmensa
de quererte sólo yo.




BUM.
Saca el pañuelo.
Lo siento, querido lector imaginario. Alguien me pasó este poema y yo tuve el deseo de pasárselo a alguien más. Pero como no lo voy a hacer, como prefiero no pasárselo a nadie y nunca tener que volver a sentirme identificada con sus versos, entonces te lo dejo a ti, para que llores si tienes que hacerlo (mentira, yo sé que tú estás hecho de acero).

Un beso, y perdón por no estar tan activa por aquí (estoy con grandes planes que abarcan casi todo mi tiempo; después te cuento).

viernes, 8 de septiembre de 2017

El padre

El martes 29 del mes pasado fue un día muy agitado. Trabajé todo el día, porque los deadlines y las listas de cosas por hacer se me venían encima, hasta que tuve que obligarme a parar porque ya eran las siete de la noche y yo y una amiga teníamos entradas para el teatro. Nos íbamos a encontrar en Larcomar, pero yo estaba tan cansada, tan física y mentalmente cansada, que cuando me llamó por teléfono para decirme que ya estaba llegando pero que había dejado las entradas en su trabajo casi me sentí aliviada. Estaba en Starbucks, porque aparentemente la franquicia se ha convertido para mí en una segunda oficina, y pensé que lo que quería en verdad en ese momento no era entrar a ver una obra, sino simplemente conversar con mi amiga un rato y volver a mi casa a descansar temprano. Pero mi amiga, proactiva, fue a preguntar si no podían acaso hacer una excepción y dejarnos pasar, y le dijeron que sí, que como tenía las fotos de las entradas en su celular, no debía haber ningún problema, así que entramos.

La obra se llamaba El padre, de Florian Zeller, y la dirigía Juan Carlos Fisher (y yo no tenía idea de qué trataba, la verdad). Pero aunque mientras hacían la tercera llamada yo todavía temía quedarme dormida, cuando terminó todo solo podía pensar que esta había sido una de las mejores obras que había visto en mucho tiempo (y considera, querido lector imaginario, que tuve la oportunidad de ir a dos maravillosos musicales en Londres el año pasado). Todo en ella estaba bien pensando, bien diseñado. El escenario, por ejemplo, era un actor más, un actor que iba avanzando en el tiempo, como los personajes, que se iba transformando con el argumento, que tenía vida, tanta vida como el protagonista y el resto del elenco. Y justamente el protagonista... Díos mío. Estimado Osvaldo Cattone, el padre, si estás leyendo esto por casualidad, por algún capricho del destino, solo quiero decir que si pudiera me pondría de pie y te aplaudiría de nuevo. La actuación que nos regalaste ese día, e imagino que debe ser así todos los días, es la personificación de la frase dejarlo todo en la cancha (o en las tablas, en este caso). Porque la forma en que te involucraste con el personaje... Vaya. Se notó, ¿sabes? Se notó cómo fueron necesarios varios minutos para que dejaras de ser el padre y volvieras a ser el actor, para que dejaras de sentir lo que sentía el padre en la última escena y volvieras a ser tú y pudieras levantar la mirada y disfrutar del público que aplaudía, algunos entre lágrimas, como yo. Porque esa frase cliché, ese nos hiciste reír y llorar al mismo tiempo, una vez más, no podría estar aquí mejor usada. El padre te hace reír, te hace reír a carcajadas, pero vaya que te hace llorar... De hecho, te desgarra.

Justamente, una de las primeras cosas que dije cuando acabó la obra fue no estaba emocionalmente preparada para esto, otro cliché. Se lo dije a mi amiga, mientras aplaudíamos, llorando yo un poco todavía pero contenta, contenta porque a pesar de todo estaba segura de haber presenciado un espectáculo magnífico. Esta obra te hace reír, porque tiene escenas geniales, hilarantes. Pero también mueve sentimientos profundos, sentimientos que tal vez algunos no sabían que tenían o que preferirían no tener. El padre es un hombre que va perdiendo la memoria de a pocos y su historia es esa, es la historia de su enfermedad. Pero esa historia es tan profunda, tan real y tan dura, que te aprieta el corazón de a poquitos, primero, y luego muy fuerte, hasta que sientes que ya no puedes, que las cosas no están bien, que hay algo malo con la vida, con el mundo, y que simplemente no se puede, que no hay más.

No voy a spoilearte nada, querido lector imaginario, y tampoco te voy a decir, porque no lo sé, hasta cuándo va la función. Pero sí escuché por ahí que, con El padre, Cattone se retirará del oficio. No sé si sea cierto o no, pero si lo fuera, puedo decir que realmente es tan buena esta obra que no podría pensar en una mejor forma de decirle adiós a las tablas, por lo menos como actor. Y él lo debe saber, lo debe saber porque cuando salió, junto con el resto del elenco, a recibir los aplausos del público, cuando se recuperó y nos vio de frente, cuando vio a su público, sonrió como solo sonríen quienes saben que lo han dado todo y han hecho un buen trabajo, como solo sonríen quienes están satisfechos, orgullosos de lo que han logrado. Él también lloraba. E imagino que esto se repite cada vez que se presenta, cada noche. Lo imagino y lo espero, porque un trabajo como ese debe ser valorado. La noche del martes 29, estoy segura, todos los que estábamos ahí lo hicimos. Ojalá los días anteriores y los días que le siguieron también lo hayan apreciado.

Y tú, querido lector imaginario, si puedes, si la obra sigue ahí, ve a verla. No sé si llores, no sé si te mueva tanto como a mí, pero sí te hará pensar, sí te hará comprender un poco mejor el tema. Porque el envejecer, el envejecer con aquella enfermedad, puede ser realmente duro. Cuando se trata de nuestra mente, de nuestros recuerdos... pues podría empezar a escribir una nueva nota solo de eso.

Hoy solo quería contarte de la obra y, de paso, dejar un registro de que un día fui a verla y sentí todo lo anterior. Ya sabes, por si lo olvido después.